Se ha estrenado esta semana, del 20 al 23 de febrero en el Auditorio de Barcelona, ​​la obra Corpus, de Xavier Bobés, un encuentro, como dice el programa de mano, ‘entre una pieza escultórica, un manipulador de objetos y un músico’. Con interpretación del mismo Xavi Bobés y de la violonchelista Frances Bartlett, que también firma la creación musical, han intervenido en la producción el escultor Gerard Mas, Pep Aymerich en la construcción del espacio escénico y CUBE en la creación lumínica. Corpus es una coproducción del Auditorio de Barcelona y los Teatros del Canal de Madrid.

Si tuviéramos que situar esta propuesta de Bobés dentro del cómputo general de su obra, creo que deberíamos hablar de un punto de inflexión en el que viejos temas de las primeras obras, centrados en la intimidad personal y en la querencia de una individualidad que lucha por encontrar sus vetas propias de expresión artística, son retomados, pero para pasar página de los mismos, como si se quisiera cerrar un ciclo y abrir otros nuevos, desde la distancia de la autoobservación consciente. Por otra parte, también se abandona, al menos de momento, la temática de la memoria y de la mirada emocional hacia el pasado de sus últimos montajes, ya que si una voluntad clara tiene Corpus, en mi opinión, es la creación de un rito de una objetividad austera y rigurosa, en el que por primera vez consigue Bobés colocar el Tiempo, este gran tema suyo, en el centro de la obra, para observarlo desde la distancia del observador que mira desde dentro y desde fuera.

Una mirada, por tanto, ni emotiva ni apasionada ni moralizante -salvo el momento de las monedas que no pueden evitar denunciar una realidad- sino que pretende la objetividad total del rito cuando éste está acotado al mínimo detalle y a la milésima de segundo, en una actitud observadora entre la meditación, la síntesis y la atención del entomólogo.

Y, sin embargo, lo que se explica en esta larga secuencia ritual que es Corpus, es la historia de toda una vida, no en el sentido biográfico, sino lo que sería la vivencia de su percepción, vista en un diálogo con realidades ajenas, como es la canónica figura humana de un cuerpo desnudo, hecha por Gerard Mas, y el tejido musical de un violonchelo interpretado en directo por Frances Bartlett. Ella es la encargada también, con la música y la palabra, de poner el brillo de los sentimientos en el fluir pictórico de la obra. Es decir, a través de los espejos de la música, de la escultura y de determinados objetos elementales.

Y he dicho fluir pictórico porque el otro componente magistral de Corpus es percibir cómo la larga secuencia del tiempo desnudo del rito crea el espacio de la vida a través de un paisaje, que el oficiante y observador Bobés va componiendo a lo largo de la obra. Tiempo y espacio dialogan así, en paralelo al diálogo entre la escultura y la música que estructuran el conjunto. Los signos empleados, de una sencillez extrema, permiten que los diferentes elementos se puedan cruzar entre sí, escenografía, movimientos del oficiante, escultura, objetos y música, creando un complejo tejido de intersección, el cual sintetiza el Tiempo del que Bobés nos quiere hacer partícipes en su observación. ¿Cómo ver lo que no se puede ver, sino es a través del tejido que el mismo tiempo teje, con nosotros y nuestro vivir?

Un punto esencial de la obra, creo, es la importancia sutil pero firme, que se da al punto que constituye el centro del círculo de la vida: un punto del que ya sabemos por la matemática es un cero sin dimensiones, es decir, una nada encima de la que Bobés coloca la identidad. Se responde así de forma implícita a la pregunta que planea siempre en cualquier interrogación de este tipo: ¿dónde está la identidad, en qué se sustenta? La respuesta aparece clara: en la nada del punto sin dimensiones que constituye el centro del círculo de la vida. Un cero, un vacío, es lo que sostiene la máscara del ser adulto, por lo que no hay manera de que el humano maduro, satisfecho de sí mismo, encuentre su posición confortable y halagadora. Quizá por eso llenamos esta identidad vacía de algo que le dé peso y valor, para poderla medir y sopesar, de modo que la identidad se confunde entonces con el peso de la fortuna que hemos cosechado a lo largo de una vida, generalmente cifrada por el grueso de la cuenta corriente.

Fotografía de Rebecca Simpson.

La mirada del entomólogo, sin embargo, nos revela que, al fin y al cabo, el vacío se acaba imponiendo cuando la hucha se rompe. Es así como la máscara de la vejez, que es la de la muerte, aparece en sustitución de la madurez rota por el vacío. Pero atención, el entomólogo aquí ha pactado con el Tiempo, el cual le revela, a cambio de la sumisión respetuosa del rito, su secreto: el centro, que es un cero, también es el 1 desnudo que nace para imponer su universo.

Así termina la obra de Bobés, con el triunfo del 1 recién nacido, fruto de este pacto con el Tiempo, el cual ofrece su circularidad para encontrar siempre el origen, la fuente inagotable de vida, la energía creadora que es capaz de inaugurar mundos diferentes, sin los viejos bagajes a la espalda, el punto cero de partida que se activa desde la libertad máxima.

Podríamos resumir el espectáculo Corpus de la siguiente manera: una obra sobre el Tiempo hecha en clave geométrica en una secuencia ritual de autoobservación distante, entomológica y meditativa, a través de los espejos de la música, el arte y la materia, que apuesta por los valores de la creación de la vida cuando ésta se emprende desde una identidad de punto cero que actúa como un agujero negro siempre a punto de explotar en la libertad creadora.

¡Chapeau!