Entre las muchas sensaciones de “novata” que me produjo mi primera aventura como espectadora en el Festival Mundial de Marionetas de Charleville-Mezières había dos impresiones que me atormentaban. La primera estaba relacionada con que mi selección de entradas (confiada al gusto de mis amigos y sponsors, todos muy buenos veedores de teatro titiritero); pues tenía la impresión de que había sido, sobre todo,un festival demasiado francés, pero luego contabilicé cifras y me percaté que había sido, “mayormente francesa” en una relación de 15 vs 10. La correlación mía con un certamenque declaraba un 61% de espectáculos nacionales, era bastante similar: yo había estado frente a un 60% en las salas. Luego, pudiera ser, que el gusto francés y el idioma predominante sustentaran mi opinión de un exceso de espectáculos del país anfitrión que, si bien sigue siendo puntera en el arte titeril y ofrece el techo para el encuentro (adjudicándose por ello lógicas prerrogativas curatoriales), también tiene ante sí la responsabilidad de mostrar al mundo las infinitas posibilidades estéticas y diversidades culturales que pueblan el universo titiritesco.

La segunda impresión me angustiaba más: el títere tenía un rol peligrosamente secundario en un festividad que le dedica su logos a la figura animada, y como no quería pecar de ser “solo impresionable” volví a las matemáticas para ver qué por ciento de espectáculos tenían la cualidad de poner al títere tan sólo como apoyo y/o pretexto y de ellos: once eran de esta índole y catorce sí tenían al títere como epicentro espectacular  o sea el 56% de mi muestra vista en sala y, que conformaba la parte privilegiada de la programación, era eminentemente titiritera a mi personal manera de ver.

Al parecer las matemáticas iban en mi contra.  Aunque mi intuición me sigue importunando al pensar que si el 61% por ciento de la muestra es  del país anfitrión sigue existiendo una desproporción entre lo exhibido de Francia con respecto al resto del mundo, dado el calificativo de Mundial que lo clasifica y que si en el festival más importante de títeres del mundo, casi la mitad de las producciones tan sólo tienen al títere como un recurso accesorio, o peor aún, como una excusa para clasificar, ya deberíamos preocuparnos por los rumbos de la zona vip titiritera.

Dicho esto, volvió a ser el Quiquiriquí, ese festival nuevo y pequeño de Granada, bálsamo para mis angustias titiritescas, cuando entre la muestra presentó a varios grupos franceses referenciales en el quehacer contemporáneo.  Entre ellos estaba La Pendue con dos espectáculos –¡y tan distintos entre sí!- donde el títere era el verdadero protagonista y en los que su naturaleza irreal conformaba parte imprescindible del argumento y la dramaturgia espectacular.

 Tria Fata, de La Pendue.

Me refiero a los montajes del grupo Tria Fata y Polidégaine. Creo que un espectáculo o se ve o se anota, y yo estos los vi y los disfruté plenamente, desde la fascinación, ensordecida por el estruendo de mis propias carcajadas y  ahora decido pasado más de dos meses elucubrar sobre ellos. ¡Así de mucho apuesto por mis impresiones! Ergo, soy una impresionista, por eso la memoria me jugará  ahora apreciables extravíos sobre todo en el orden de sus secuencias, porque repasándolos en este minuto no logro enlazar sus cronologías, sino sus hermosas imágenes y las sorprendentes  habilidades  de sus animadores.

Pues al asunto:

El primer espectáculo Tria Fata se regocija con la muerte quien aparece como primer personaje, juguetona y despreocupada,  bailando  y retozando  al compás de una música en vivo (interpretada y compuesta por Martin Kaspar Läuchli) que revitaliza el espectáculo todo. La  muerte es un  títere de guante que luego será máscara, antifaz para la actriz en rápidas transiciones, casi fugaces por lo diestras y siempre para favorecer matices de la historia (y en este caso para anunciar prólogo y epílogo a cargo de ese títere de guante). El argumento narra la historia de una vieja dama,  a quien la muerte viene a buscar. Consternada e inconforme con la inminencia de su deceso,  le pide a la Parca un tiempito breve para re-pasar su vida y canjea partes de su cuerpo “como adelanto”; primero una pierna, luego la otra.  El sarcasmo permanente es parte del lenguaje “cómico” de una pieza que de forma existencial habla de la vida y la muerte y nunca de manera sombría. La niñez, el primer amor, la primera gran pérdida, los caminos de una vida que podrían ser cadenciosos por rutinarios en Tria Fata se vuelven dinámicos, plurales por la cantidad de recursos posibles que para uno y otro momento sabe escoger su equipo: hay guantes, peleles, teatro de sombras, máscaras, cuerpos colgantes, mecanismos que se activan a la vista y una aparente simplicidad de juegos de cuerdas y mecanotecnia; también hay proyecciones y un paseo “de vida” a través de la tecnología. Y, en serio, vemos pasar por nuestros ojos la vida de quien ya se despide. Y como diríamos en Cuba: desde lo inminentemente titiritero.

Tria Fata, La Pendue.

La esencia de ese cuerpo material pero externo, no real, está latente en cada concepto de la pieza. No sólo cuando canjea sus piernas como garante; porque toda la escena del nacimiento, virtuosa y visceral, casi monstruosa, derrocha “titeriterismo”. Desde el alumbramiento de nuestra heroína ya  se presenta una mujer embarazada auto-gestionadora de su parto: como muñeco al fin esta madre se auto-cesárea con una sierra de cocina y luego se grapa su panza y se estremece porque  “le hace cosquillas” y para reafirmar su condición de personaje tras esta exitosa misión de “dar a luz”: muere. Entonces emerge la recién nacida, que da primeros auxilios a su madre pero que sin lograr nada opta por alimentarse del cuerpo yacente; y al quererse desprender nota que está aún atada por el cordón umbilical, del que intenta desasirse como si de un número  en la cámara elástica se tratara. Se desacraliza de un golpe muerte, nacimiento y orfandad extrayendo carcajadas desde el abuso de lo grotesco y la escapada  total de cualquier resquicio de melodrama.  Un pelo rojo e hirsuto nos hará reconocer, en lo adelante, a la protagonista de esa vida narrada, en las diferentes etapas de su vida. Cuando se presenta el primer amor es un “joven” que pende de un cordel y gira en torno a ella y es la muerte quien vuelve a aparecer cortando el hilo (literalmente) de esta vida “voladora”.

La historia de esta dama, triste pero plena, nos parece en su desenlace una vida bien  vivida y, por tanto, lo que creímos injusto en el comienzo se trastoca en un digno final y vemos morir a una dama-títere en escena y reaparece la muerte, siempre juguetona en el brazo de la titiritera que danza con una melodía que a todos contagia. Como si de un carnaval siniestro se tratara un jolgorio por el que todos, algún día, “arrollaremos”[1].

Polidégaine es precisamente un espectáculo resumido en las siguientes notas al programa: “los titiriteros se apropian del personaje napolitano en  estado puro, y desarrollan a su vez un trabajo actualizado que combina varias técnicas para crear una versión novedosa, fresca, contemporánea”[2]

Polidégaine es una fiesta para los sentidos.

En efecto te presentan a este nuevo Poli… que tiene de Pulcinella la máscara y quizás el gesto, pero que tiene del Polichinelle la apropiación galesa  y remueve todo eso y lo exalta hacia un presente que parece no conformarse con el scrept tradicional y la puesta se convierte en un “sin parar interminable de sorpresas titiriteras”. Los titiriteros juegan entre sí, por supuesto hay cachiporrazos y “asesinatos”; pero también hay polichinelillas hambrientos, muchos, que se multiplican, y una troupe que parece pedirle prestado a cuanto títere popular existe.

Polidégaine, La Pendue.

La destreza de Estelle Charlier, grácil animadora que había mostrado sus dotes desde Tria Fata y la de Romuald Collinet hacen posible el dinamismo inherente a la puesta en escena, cuando en titerelandia se habla de insuflar vida al títere, el Polidégaine es una clase magistral de este poder dador de ánima que tienen algunos titiriteros. Es un espectáculo extremadamente visceral, unos niños frente a mi fila me miraban con reproche porque mis carcajadas eran estrepitosas, me miraban como si no se creyeran posible que una adulta fuera tan irreverente.

Escribía Freddy Artiles “La buena pieza titiritera no es aquella en la que el muñeco lucha trabajosamente por repetir acciones humanas, sino, por el contrario, la que le permite hacer lo que al actor humano le está vedado”[3]. Entonces,  según este precepto, La Pendue hace buenas piezas titiriteras… cómo me gustaría que un día visitaran nuestra Isla.

 

[1] Arrollar en Cuba se entiende a la marcha danzante que hacen las multitudes tras la Conga.

[2] Programa de mano del Festival de Teatro de Títeres de Granada Quiquirí.

[3] ARTILES, Freddy.  Cinética y verbo en la pieza para títeres. En Rev. Conjunto No. 100/ 1995.

 

Yudd Favier.