(Imagen de ‘Parias’, de Javier Aranda. Foto compañía
Aunque sea con retraso, quiero agradecer de corazón a la organización de la Fira de Titelles de Lleida haberme dado la oportunidad de reencontrarme con mi pasión y de volver a enamorarme de lo que tanto trabajo me ha costado conseguir: llegar a ser director artístico de un pequeño gran festival, el Titiriguada de Guadalajara.
Titiriguada, el festival de Guadalajara
En un momento en el que nuestro festival no cuenta con el reconocimiento institucional de la ciudad que lo vio nacer, esta experiencia me ha devuelto la claridad y el porqué de todo esto. Volver a conectar con colegas, programadores, distribuidores, artistas y sobre todo con el público, me ha recordado que seguimos vivos, que seguimos siendo necesarios y que la llama no se ha apagado, ni podrán apagarla. Porque, a pesar de los empellones políticos y los intentos para debilitarlo por los políticos gobernantes, la esencia del festival sigue viva en la memoria colectiva de los alcarreños. Titiriguada sigue siendo un sueño colectivo con una huella perdurable en el corazón de sus asistentes.

Albert San Andrés en la Fira de Lleida. Foto Titiriguada
Qué complejo es mantener una relación con los políticos cuando no hay comunicación. la incomunicación es una de las grandes lacras de nuestro tiempo. ¿Por qué impera hoy el silencio ante las propuestas culturales? ¿No les importan las actividades que ya forman parte del imaginario colectivo de nuestros pueblos? Ante lo que estamos viviendo en Guadalajara, parece que no.
Es urgente despolitizar la cultura, devolverla a su raíz: al pueblo. Que vuelva a ser un bien común, transformador, educativo y generador de calidad de vida. Porque el teatro —y más aún el de títeres— es el lugar donde el imaginario se hace emocionante, curioso y nos lleva a ese sitio con el que todos necesitamos reconectarnos, nuestro niño interior.

La cultura es un arma cargada de futuro. La ignorancia, por el contrario, es un arma de destrucción masiva. ¿Por qué es tan complicado sacar adelante proyectos culturales? ¿Por qué tantos coinciden en decir que Cataluña o el País Vasco parecen otros mundos en lo que a políticas culturales se refiere?
Mientras tanto, espacios como la Fira de Lleida siguen permitiendo la construcción de un tejido cultural sólido entre festivales. Un tejido real, comprometido, alejado del oportunismo y la frivolidad política que lo contamina todo. La presencia de festivales independientes en este tipo de encuentros es esencial. Porque más allá del gran circuito —con presupuestos estables— hay vida, hay comunidad, hay resistencia. El teatro auténtico aún resiste, sigue ahí, convocando cuerpos y almas en asamblea poética.

Encuentro de profesionales en la Fira de Titelles de Lleida. FRoto Titiriguada
Gracias por invitar a un festival minoritario a la Fira. Es importante visibilizar, por parte de las grandes citas teatreras de nuestro país, que el tejido festivalero se está desmembrando por falta de apoyo, por el olvido al que nos someten las instituciones.
Hoy el ocio manipulado por el mercado ha desplazado a la cultura y a la curiosidad. Se confunde cultura con entretenimiento vacío, en una sociedad cada vez más anestesiada por lo superficial. Pero aún quedan espacios donde la emoción y el pensamiento se dan la mano. Esta feria ha sido uno de ellos.
Haber podido vivir 33 espectáculos en 4 días ha sido un sueño. He descubierto talentos nuevos, he charlado con artistas a los que admiro desde hace años y que, por falta de medios, nunca pude programar. Y hoy, más que nunca, me siento acompañado y en comunidad.
Gracias por devolverme a mi sitio. Por recordarme que lo que hacemos importa. Seguro que volveremos pronto, con más ganas, más teatro y más títeres.
Sobre Javier Aranda, su universo y la ternura que emana
Este año he tenido el privilegio —y lo digo con emoción real— de ver, casi seguidos, los tres espectáculos que, hasta ahora, conforman la obra de Javier Aranda. Primero fue Saeta en la Fira de Lleida y luego Vida y Parias en el Teresetes de Mallorca. Tres obras que están unidas por la maestría de un titiritero que teje un hilo invisible de puro teatro y pura poesía, con una humanidad y humildad desbordante, y una puesta en escena, tan sencilla, que rasga el alma.
Cada vez que veo una obra de Javier, me siento como ese niño que quiere que le lean el cuento una y otra vez; me genera una emoción que va floreciendo con sus detalles más simples y bellos.

Javier Aranda en ‘Vida’. Foto Iñigo Royo
En sus espectáculos se repite una magia difícil de explicar, que te vuelve a tocar en lo más hondo. Y no por nostalgia barata ni por trucos teatrales o simple admiración. No. Lo que consigue Javier es arte de verdad, como ese duende flamenco. Un teatro que te lleva, sin pedir permiso, a tu infancia, a tus pérdidas, a tus miedos, a tus fracasos y a tus anhelos más puros. A lo que somos cuando dejamos de fingir.
El titiritero que se vuelve títere
Hay algo muy auténtico en ver a un titiritero que deja de manipular, para ser manipulado. Convertirse en el títere de sus propios títeres. Y lo hace con una ternura que no puede ocultar, de padre. Lo ves en cada gesto, en cada palabra, en los besos que lanza a sus muñecos, en la forma en que los cuida, como si fueran parte de él. Porque lo son.
En Javier hay una integración total entre el creador y sus personajes. Una fusión que desdibuja los límites entre el actor, el titiritero, el títere y el público. Y eso no se ensaya, se vive. Se llegan a presenciar momentos sagrados, mágicos, en que los asistentes olvidan al titiritero y solo ven al ser que nace en escena.
Vida es una obra maestra, un homenaje bellísimo, delicado y vibrante a su madre: una poesía a lo que nace, a la existencia que se abre paso con ternura, amor y rebeldía adolescente. Hay un instante sublime en Vida que me gustaría resaltar, un momento culmen en el que un trozo de cartón, en manos de Javier Aranda, deja de ser títere para convertirse en ser humano. Javier ayuda al joven adolescente a volar, a evadirse de su realidad, y le permite alejarse de sus seres queridos para vivir la vida como él quería, subidón.

Imagen de ‘Vida’. Foto Iñigo Royo
Parias, en cambio, es un puñetazo escénico. Aquí no hay concesiones: es un descenso macarra y fascinante al inframundo de los marginados, esos seres olvidados a los que, sin querer, acabamos queriendo. Incluso se permite lo imposible: el títere que degüella al titiritero, el rizo del rizo/rizar el rizo en el metateatro.

Imagen de ‘Parias’. Foto compañía
Y finalmente está Saeta, un viaje íntimo y desgarrado hacia el abismo de la muerte, pero también un homenaje sereno, casi litúrgico, a su padre. Lo que en otros contextos sería desecho, aquí es origen. Y lo que parecía pérdida, se transforma en memoria. Una obra donde Javier, vuelve a romper las convenciones del teatro tradicional, y donde, como actor, da cuerpo a lo invisible y permite que las voces dormidas emerjan para arrastrar al espectador a una frontera difusa donde la vida y la muerte se confunden.

Imagen de ‘Saeta’. Foto compañía
Tres obras. Tres universos. Tres formas de demostrar que el teatro puede ser, a la vez, herida y consuelo. Todos sus espectáculos cosecharon un éxito clamoroso, merecido y necesario.
Lenguaje propio, oficio y don
Admiro profundamente a Javier, no sólo por su trabajo y talento, sino por su humildad. Por cómo consigue, con lo mínimo, contar lo máximo. Por su virtuosismo como ventrílocuo, sí, pero también por esa capacidad de mirar al público y abrirle una puerta a otro mundo. Ha creado una forma de hacer teatro muy personal y reconocible, pero siempre sorprendente. Una que, sin necesidad de escenografías aparatosas ni adornos innecesarios, nos coloca ante lo esencial: la emoción viva, directa, intransferible.
Y ahí está su don. No hay improvisación sin oficio, no hay magia sin técnica. Pero cuando el arte aparece, todos los ensayos, penas y esfuerzos desaparecen. Solo queda la emoción.

Imagen de ‘Saeta’. Foto compañía
Su teatro no es para la evasión (como en la televisión), es para el encuentro, con uno mismo. Tiene esa capacidad de sembrar delicadeza donde todo parece ordinario, de dotar a un trozo de cartón o tela de más alma que la poseída por muchos actores o actrices. Y esa es la grandeza del arte de los títeres: el poder hacer cosas que en la vida real, ni los efectos especiales pueden lograr.
Javier construye desde lo que otros solo ven como caos y desorden. El recuerdo, la ternura y la locura son los utensilios que utiliza para llevarnos a ese universo donde nos cuenta historias humanas, tan cercanas como desgarradoras.
Un titiritero amado por sus títeres. Y por su público
Hay momentos en sus espectáculos en los que ya no sabes si Javier, el titiritero, llora o ríe. Hay un punto esquizofrénico, pero a la vez, profundamente familiar. Porque la vida es así: una mezcla de lágrimas y carcajadas, de ternura y brutalidad. Y Javier lo sabe mostrar sin discursos ni moralinas.

Imagen de ‘Parias’. Foto compañía
Como espectador, es un regalo del destino haber cruzado mi camino con el suyo y ser testigo de su obra. Como amigo, me siento emocionado. Como director artístico de un festival comprometido con la verdad escénica, sólo puedo decir que ojalá el teatro siga habitado por creadores como Javier Aranda.
Gracias, Javier, por recordarnos que el teatro, de verdad, es pura emoción y por volver a unir esos puentes que me conectan con el niño que tengo guardado, y a veces, olvidado.
Alberto San Andrés
20/05/2025
(Textos publicados en el blog de Titiriguada, vean aquí)