(Luís Zornoza Boy, de Siesta Teatro, en su retablo. Foto T.R.)

Continuamos con los espectáculos vistos en el Parque de las Marionetas de Zaragoza, dentro del Festival Internacional de Teatro de Feria que dirige Ana Abán. Un programa compuesto de espectáculos de gran escenario unos, y de pequeño formato la mayoría. En esta ocasión, nos centraremos en las siguientes obras: Le Fumiste, de la cia. Don Davel; Mago Chipirón, de Títeres de la Tía Helena; y los cuatro espectáculos de cachiporra instalados alrededor del Quiosco de la Música: Pipa, de Néstor Navarro, de La Puntual; Pulcinella, de Irene Vecchia; Tauromaquia, de Paz Tatay, de Teatro Pelele; y Punchinelis, de Luís Zornoza Boy, de Siesta Teatro.

Le Fumiste de Don Davel

Creo que fue una sorpresa para el público de Zaragoza, como lo fue al menos para mí, descubrir a este artista español pero que vive actualmente en Francia, del que había oído hablar muy bien pero al que no conocía. Y, realmente, su espectáculo despertó entre los espectadores no solo sorpresa sino un entusiasmo al que no puedo más que sumarme.

Se explica en el programa del espectáculo que su autor, Davel Puente Hoces, tardó cuatro años en crearlo, a través de un largo proceso de investigación y aprendizaje. Algo que se nota en el montaje, por lo bien ajustado del ritmo y de los contenidos, los cuales aparecen enhebrados a través de un fino y bonito hilo argumental: dar valor a los recuerdos que uno va acumulando a lo largo de la vida, los cuales, en el lenguaje de Don Davel, pueden guardarse en las sensaciones si estas a su vez están custodiados en sus correspondientes frascos y extraños contenedores.

Un eje temático que permite al actor, cómico, malabarista y mago Don Davel desplegar todas sus habilidades, que son muchas y que producen un gran efecto en el escenario. Y mientras se recorre toda la biografía supuesta del personaje, desde su infancia hasta hoy, con los recuerdos especiales de sus abuelos que marcaron el camino de su vida, el actor cómico circense y malabar va jugando con todos los objetos a mano, los cuales le remiten a un momento, una vivencia, un sabor, una sensación olvidada, objetos que a su vez le sirven para crear sus números especiales de malabarismo, de desapariciones mágicas, ya sea con sombreros, vestidos o bastones, o con los contenedores de recuerdos, frascos de cristal, maletas, bolsillos, cajas…

El escenario se convierte así en un espacio mágico en el que nada es lo que aparenta ser, sino que detrás de cada cosa hay algo oculto que cambia su significado o lo enriquece. De este modo, el contenido de la obra y los objetos/metáfora que lo componen dan pie a la creación de un espacio escenográfico de gran riqueza, que en Zaragoza no brilló en todas sus posibilidades, al ser la representación al aire libre, lo que menguó los efectos de luz, pero que aún así, mostró el gran poder de sugestión que tiene.

Le Fumiste es una palabra que en francés significa por un lado ‘vividor’ y por el otro lado ‘el que limpia chimeneas’, encargado por lo tanto de las cosas del humo. El vividor que juega con el humo de los recuerdos podría ser uno de los significados del título de la obra. Vividor en el sentido no peyorativo del que vive sin hacer nada, sino del ‘que se dedica a vivir’. ¿Y no es acaso condición indispensable del buen vivir ser consciente de que se vive, es decir, tener consciencia de las sensaciones que conforman nuestra vida? Alrededor de estas significaciones creo que gira el contenido de la obra, un vivir consciente que encuentra su halo poético en el mundo mítico del circo, de los viajes, de los espectáculos de magia y en la verdad de las relaciones con amor.

Le Fumiste consigue hablarnos de todo esto sin mojigatería ni teorizaciones, con un uso moderado de las emociones y sin abusar en demasía del sentimentalismo, mediante las hermosas imágenes del buen hacer habilidoso de Don Davel en su juego con los objetos y con la ilusión de los espectadores.

Una obra que combina a la perfección el teatro de objetos con su manipulación, el circo, la magia y el teatro visual en toda su extensión. Una obra de mucho mérito y empaque. El público, como dije al principio, expresó sorpresa y entusiasmo, con salvas enardecidas de aplausos.

Mago Chipirón, de Títeres de la Tía Helena

Helena Millán, la veterana titiritera de Zaragoza que no puede faltar a la cita anual del Parque de las Marionetas, dejó el hilo en esta ocasión en su taller y nos mostró uno de los trabajos más entrañables e importantes de su carrera artística: los inicios con el títere de guante, en lo que fue su primera inmersión en el mundo del teatro de títeres.

Lo que más impresiona de este trabajo es el oficio que con los años ha alcanzado Millán en el dominio de la voz, de modo que lo que fue primerizo en su tiempo, hoy aparece como un ejercicio de consumada veteranía. No solo por el control y la seguridad en la voz, sino por los dejes irónicos que le sabe dar a esta voz, un humor fino e inteligente que para el títere de guante es algo básico e indispensable.

El número del Mago Chipirón es sencillo: sacar cosas de un sombrero mágico. Pero como en todo este tipo de teatro, la gracia no es el qué sino el cómo. Juegos de palabras, equívocos con el público, regateos sobre lo que este pide que aparezca y lo que el mago está dispuesto a sacar.

Una obra que se presenta como un apunte biográfico, ideal para el formato breve de los espectáculos en el Festival de Teatro de Feria, pero que contiene unas enormes posibilidades si se pretende hacerlo en un formato más largo. Pues lo más difícil, el ‘cómo’, lo tiene Millán en el bolsillo desde hace tiempo. Sobre el ‘qué’, dejemos que los meses pasen y que la inventiva de la artista aragonesa nos maraville una vez más con sus ocurrencias chocantes y disparatadas. Lo propio de una titiritera de pura cepa como es Helena Millán.

Los espectáculos de Cachiporra en la placita del Quiosco de Música

Cuatro fueron, como es costumbre que así sea, los artistas cachiporreros que actuaron este año en la placita del Quiosco de Música: Néstor Navarro, de La Puntual, de Barcelona; Irene Vecchia, de Nápoles; Paz Tatay, de Madrid pero residente en Toulouse, Francia; y Luís Zornoza Boy, también de Madrid pero instalado en Granada desde hace años. Animó en los intervalos Che y Moche, la Orquesta Zingarozana, con el clarinete de Joaquín Murillo y el volcánico por no llamar incendiario violín de Teresa Polyvka, esta gran música ucraniana que tiene conexión directa con los más íntimos secretos del violín.

Pipa, de Néstor Navarro

He aquí a un joven titiritero, hijo de titiritero, quien consideró en su día que para abrazar esta extraña profesión que decidió heredar (sus estudios iniciales fueron de sociología), era indispensable iniciarse en las artes tradicionales del títere popular de guante. Y, de acorde con la tradición catalana -Néstor Navarro es de Barcelona y en estos momentos director del Teatro La Puntual-, creó a su propio personaje al que llamó Pipa.

Néstor Navarro. Foto T.R.

Conocía los modelos muy bien, pues los había mamado desde pequeño viéndolos en el teatro de su padre (el Malic y La Puntual) o yendo de gira con él por los festivales del mundo: el Punch and Judy, el Pulcinella, el Dom Roberto… Pero lo propio del verdadero artista es acatar la tradición sin acatarla, es decir, tomarse todas las licencias que nuestra época y la llamada ‘libertad titiritera’ otorgan. Y así lo ha hecho Néstor con su héroe y con los demás personajes que lo rodean, creando su propio estilo, el de alguien que quiere situarse en el mundo con calma, sin las prisas de las ambiciones ni de las luchas competitivas, con ganas de paladear los buenos momentos y de buscar las relaciones felices.

Foto compañía

De este modo forjó la personalidad de Pipa, alter ego obligatorio de Néstor, como es de rigor titiritero que así sea, un títere juguetón, simpático, amable con sus amigos pero también con sus enemigos, que no se deja pisar por nadie, capaz de dar unos buenos garrotazos a quien se interponga en su camino, pero que sabe muy bien que mano derecha y mano izquierda son las cos caras de la misma moneda, es decir, de la misma persona que las maneja, de modo que el principio de relatividad se impone frente al principio maniqueo de la discordia irreconciliable.

El resultado es un espectáculo tradicional de títeres populares perfecto, que sabe empatizar con el público creando un ambiente de empatía entre los personajes y con el mismo titiritero, de modo que una corriente de complicidades se establece entre emisor y receptor que tiene a los títeres como los médiums transmisores de estas sensaciones imperceptibles.

En este juego de correspondencias y de resonancias, todas las licencias están permitidas: los cachiporrazos, las persecuciones, los juegos del escondite entre los personajes opuestos, las bromas fáciles, complejas o sutiles, etc.

El público de Zaragoza, entregado al titiritero de La Puntual, así pareció entenderlo, al premiarlo con su atención y sus aplausos.

Pulcinella, de Irene Vecchia

Nos encontramos ante uno de los maestros, maestra en este caso, más importante de los guaratelle, los títeres populares de Nápoles que tienen a Pulcinella como centro y héroe principal. Lo es por el rigor de su ejecución primorosa y delicada, y por la seriedad de una dedicación de muchos años ya de recorrido.

Irene Vecchia. Foto T.R.

La palabra ‘seriedad’ hay que entenderla aquí desde la perspectiva moral de ‘honestidad’ en la práctica del oficio, pues los títeres, por definición, no son una profesión seria, aunque sí lo sea. Es decir, el titiritero puede permitirse el lujo de ser serio sin serlo, o al revés, de no serlo siéndolo. Una paradoja, se dirá, que se entiende cuando uno comprende que va pareja a esta otra paradoja fundamental de su arte: dar vida a lo que no lo tiene. ¿Una madera con alma? Imposible pero cierto.

Tras esta pequeña digresión retórica, volvamos a Irene Vecchia y veamos como su arte está compuesto por el estilo clásico de los guaratelle según se lo han transmitido sus dos maestros, Bruno Leone y Salvatore Gato, pero a su vez pasado por el tamiz de una personalidad que sabe que lo importante está en el detalle, en el gesto minucioso, en la mirada femenina que gusta detenerse en medio del zafarrancho de combate para analizar desde la distancia los rumbos de la partida.

En efecto, así vemos actuar a su Pulcinella, el cual se crece cuando deja el arrebato y nos dice cosas desde la milimétrica acción minimalista que habla sin hablar, para luego descargar el cachiporrazo correspondiente, por supuesto, pues noblesse oblige y tradición impone.

Irene Vecchia. Foto compañía

Obligada a un formato de espectáculo de entre quince y veinte minutos de duración -el propio de la plaza de las cachiporras-, Irene fue probando distintas combinaciones de sus rutinas habituales, lo que sirvió para que el público descubriera el amplio abanico temático de su labor: además del Perro y la Muerte, aparecieron el Gendarme, el Verdugo y la horca con la que se quiere ajusticiar a Pulcinella.

El público, asombrado por el dominio técnico y rítmico, y por el mimoso tempo de la guaratellera, supo valorar su trabajo con sinceros aplausos.

Tauromaquia, de Paz Tatay

Otra sorpresa que tuvo este año el público del Parque de las Marionetas fue descubrir que el arte de la cachiporra es también cosa de mujeres. En efecto, además de la napolitana Irene Vecchia, pudimos ver en acción a otra gran titiritera de guante europea en la persona de la madrileña Paz Tatay, de la compañía francesa Pelele instalada en Toulouse, con un espectáculo tradicional de ‘curritos’, siguiendo la denominación española de este tipo de teatro y de acorde con el personaje principal que sacó a relucir Paz: Currito, el polichinela torero.

Paz Tatay. Foto de T.R.

Representar la Corrida de Toros es un tema de los más recurrentes en todas las tradiciones peninsulares de los títeres. Lo vemos en el Dom Roberto portugués con su Tourada, en los ya mencionados curritos que recorrían antaño los caminos de Andalucía y buena parte de España, en el Barriga Verde gallego, en el Titella Català, en las Teresetes de Mallorca, en el Betlem del Tirisiti de Alcoi, en Valencia, y en los testimonios que tenemos del Don Cristóbal Polichinela cuando todavía actuaba por las calles y plazas de las principales ciudades españolas.

Paz Tatay recoge esta tradición y ha creado con ella un espectáculo donde todo gira en torno a la relación del torero Currito con el Toro y con la Muerte. En la versión que presentó en Zaragoza no sacó a los otros personajes con los que normalmente confronta a su héroe, como es su mujer y el bebé.

Toro y Muerte, sinónimos en cierto modo, a los que debe enfrentarse Currito. Lo bueno de la versión de Paz es que la rotunda victoria con la que siempre suelen acabar los Polichinelas europeos en relación a la muerte (salvo las tradiciones eslavas del Petrushka y Vasilache, que tienen distinto final), aquí aparece relativizada en la lucha final de los dos contendientes, sobre todo respecto al toro. La Muerte debe ser vencida, por supuesto, pero el Toro sale a saludar al final. Lo que parece una concesión a los actuales deseos tranquilizadores del público, en realidad es una clara indicación de la titiritera que dice lo obvio del teatro de títeres: señores, no se lleven a engaño, el maniqueísmo que todo lo reduce a buenos y malos, a los que deben vivir y a los que deben morir, en el teatro de títeres no existe: aquí todo es una cuestión de mano derecha y mano izquierda de una misma persona.

Paz Tatay, como Irene Vecchia, goza también de esta sensibilidad peculiar de la mirada distanciada que da sosiego, dilación y minuciosidad consciente al juego de las rutinas y en la manipulación. Cuando ello sucede, la obra se dilata de contenido expresivo elíptico, de este que sin decir nada dice mucho. Algo que la sensibilidad masculina suele mecanizar y, que bien conducido, se llena de forma, resultado de transmutar el tiempo en espacio. Es como si sonara la campana alquímica que convierte en único e irrepetible la representación escénica. Conseguirlo en un contexto de teatro popular tradicional de títeres, constituye sin duda la quintaesencia del arte verdadero del teatro, a mi modo de ver. Se vivifica el rito, que el titiritero vive como catarsis, y que así llega al espectador a través de estos transmisores naturales que son los títeres.

Ana Abán, Paz Tatay y N´éstor Navarro. Foto T.R.

Elucubraciones titiriteras que surgen de espectáculos como el de Paz Tatay o el de Irene Vecchia, cuando todas estas condiciones se cumplen. Los espectadores, sin necesidad de tantas palabras, lo sienten y lo viven entonces con el entusiasmo de haber asistido a una función que, siendo la de los títeres de siempre, es a su vez única e irrepetible.

Punchinelis, de Luís Zornoza Boy

Y para acabar con los titiriteros de la placita del Quiosco de la Música, debemos mencionar a Luís Zornoza Boy, de la compañía Siesta Teatro, de Granada, con su espectáculo Punchinelis.

Luís Zornoza Boy. Foto T.R.

Debo decir que haber visto año tras año el espectáculo polichinesco de Boy en el Parque de las Marionetas ha sido una suerte y un privilegio, para mí y para los espectadores del Festival, que han podido iniciarse en este tipo de teatro donde nada es lo que parece ser.

Creo que la peculiaridad principal de su teatro es que busca de un modo explícito lo más tradicional y típico del género para a su vez darle la vuelta y a través de una mirada disparatadamente irónica, seguir la función con plena autoconsciencia de lo que se está viendo aún dejándose llevar por las convenciones propias de los títeres tradicionales.

Foto Manuel Minaya

Dicho en otras palabras, con sus ironías y sus equívocos burlones, crea una distancia que permite al espectador adulto esta doble mirada y esta doble participación: dejarse llevar como el niño y reírse por lo bajo de lo que hacen los títeres y hace él mismo. Respecto a los niños, se los anima a participar en todos los envites propios del género, pero constantemente se corta su ingenuidad espontánea con rarezas que distorsionan la percepción, obligándoles a cuestionarse a sí mismo.

Cada año, Boy aporta novedades en su espectáculo, que suelen ser rarezas que hace que la atención del espectador se multiplique por refracción en un espectro de posibilidades perceptivas que no hacen más que generar distancia e ironía. Por ejemplo, en esta ocasión el héroe que siempre solía llamarse Punchineli o Señor Polichinela, se ha llamado Señor Astrasénico, en referencia al momento pandémico y a las vacunas. También ha introducido unos dientes postizos articulados que surgen cuando el Lobo muere y pierde su dentadura, dientes que muerden en el aire impotentes al quedarse sin mandíbula a la que agarrarse. O la Muerte con su canción de ’Mátame con tomate…’

Foto Manuel Minaya

Pero quizá sea en la introducción del titiritero, al recibir al público y prepararlo para la función, cuando más asoman estas disonancias disparatadas que sin embargo establecen el tono y la actitud con la que se fuerza entrar en la obra. Su cacareo, su atuendo de señor serio con un sombrero loco de pastor siberiano, su indicación de que el espectáculo es el resultado de un trabajo realizado en la Universidad de Harvard, o las pruebas casi científicas con las que prepara al público para aprenderse las palabras mágicas.

Finalmente, la obra se reduce a los juegos típicos de los títeres tradicionales, pero la distorsión que ha ido creando desde el principio hace que estos juegos con los títeres lo sean todo menos tradicionales. El espectador se va entonces con un curioso sabor de boca. Los desconfiados, igual piensan que les han dado gato por liebre. Los confiados, de ríen abiertamente agradecidos de haber vivido una experiencia irónica casi absoluta. Los niños se lo miran todo con dobles y triples miradas y se lo piensan dos veces antes de poner la mano en la boca del lobo o acercarse a tan extraño señor. Las mujeres, que suelen ser las que mejor aceptan las realidades dobles y la ambigüedad, se lo pasan teta tras haberse reído un buen rato con todas estas chanzas que no han hecho más que refractar su atención.

Foto Manuel Minaya

Entretanto, el socarrón titiritero de Granada se lo pasa en grande creando distancia y jugando a ser más cosas de lo que es. Como decía al principio, un lujo para el público del Parque de las Marionetas.