(Dos títeres de la técnica catalana de la familia Sebastià Vergés. Fondo del MAE (Museu de les Arts Escèniques de la Diputació de Barcelona). Exposición ‘Figuras del Desdoblamiento’)

La crisis del COVID-19 nos obliga a practicar y a hablar sobre la distancia, social en este caso, afín de frenar los contagios. La palabra distancia se ha puesto en el centro de los discursos cotidianos, para sufrimiento de las artes del teatro, que se basan en la relación directa con el público. Un drama que obliga a los protagonistas a buscar mil maneras de torear las exigencias de separación entre actuantes y espectadores, y de estos entre sí.

Haciendo frente al drama catastrófico que significa la crisis para el sector de las Artes Escénicas, empresas, compañías, actores y titiriteros se crecen en el día a día con la invención de propuestas, soluciones, protocolos y mil y una ocurrencias que sirvan para activar el teatro y animar a la gente a confiar en el sector, a querer salir a la calle y a llenar los teatros otra vez, aunque sea en un 50 o un 70 por ciento.

Desde la web de Títeredata, José Luís Melendo ha abierto un espacio de reflexión sobre esta crisis, y ha lanzado una encuesta que se complementará con otra que saldrá en breve, afín de conocer la realidad de la crisis y las necesidades más urgentes de las compañías del sector titiritero y del teatro visual y de objetos (vean aquí).

Datos extraídos de la web Títeredata. Ver aquí.
Datos extraídos de la web Títeredata. Ver aquí.

Distancia y desdoblamiento

Si cambiamos de registro y nos situamos ahora en la práctica titiritera, es interesante constatar como la palabra en cuestión sirve también para designar un género, el del teatro de marionetas en su acepción más amplia. En efecto, por Teatro de la Distancia entenderíamos todas aquellas formas de representación escénica en la que se produce una distancia entre el actor y el personaje. Una distancia que fue muy buscada por las Vanguardias del siglo XX (Futurismo, Dadá, Surrealismo, Bauhaus…), y que algunos dramaturgos como Edward Gordon Craig o el mismo Bertolt Brecht desarrollaron en diferentes direcciones.

El Pequeño Jorobado y el Sastre. Marionetas realizadas durante un taller dirigido por Oskar Schlemmer en la Escuela de la Bauhaus (1923). Foto Christian Fuchs

En las viejas tradiciones, esta distancia, que nos lleva ineludiblemente al desdoblamiento, era considerada como un acto de magia, y es sabido que los primeros titiriteros de la historia, en la época de las culturas animistas (los largos períodos del llamado Paleolítico Superior hasta llegar a los umbrales de la Revolución Neolítica y pronto Urbana), fueron todos chamanes o brujos, pues los muñecos, fueran articulados o no, de piedra, madera o tela, tenían en esos inicios de la cultura humana, un significado mágico: encarnaban espíritus de los humanos, como muertos, antepasados o llegados de otros mundos, espíritus de los animales y de las plantas, o seres mágicos que influían desde el otro lado de lo visible. Una distancia que llevaba a sus practicantes al trance, al éxtasis y a la catarsis.

Imagen sacada durante la Mascarada Ibérica celebrada en Lisboa en 2012. Foto T.R.

La máscara fue sin duda una de las primeras formas que tuvo el ser humano de distanciarse del personaje que pretendía encarnar: esconder el rostro y poner en su lugar otra cara que representaba al ser invocado, con el maquillaje o con una máscara corpórea. Sería, por decirlo de alguna manera, un ‘grado cero’ de distanciamiento, pues el ser invocado se pegaba literalmente en el rostro del mago o ejecutante, con lo que era más fácil dejarse poseer por él, fin último del rito. Es curioso cómo, para definir una presencia del mundo del más allá, era necesario recurrir a unos rasgos fijos, es decir, a una ‘efigie’, como si los guiños y la gestualidad facial humana fueran ‘demasiado humanos’ para expresar lo invisible y lo mágico. Una palabra, efigie, que utiliza magistralmente Didier Plassard en su libro ‘L’acteur en effigie’[1], una manera preciosa de definir lo que es un títere o una marioneta. Y se entiende que la efigie, una vez vivificada por la máscara, tuviera deseos de independizarse del cuerpo humano.

Máscara mexicana. Fondo Museu da Marioneta de Lisboa.

Los títeres de guante o de mano vendrían a representar un siguiente grado de distanciamiento después del ‘nivel cero’ de la máscara. Al estar incrustadas en las manos del mago o titiritero, las máscaras convertidas en títeres adquirían una libertad superior, se independizaban del cuerpo humano, se convertían en seres autónomos dotados de una vida propia, incorporaban a su esencia la gestualidad del actor, en una de las partes más importantes del cuerpo, la que nos ha hecho humanos junto al desarrollo del cerebro: las manos. De ahí la gran fuerza que poseen los títeres de guante, al ser en realidad una especie de ‘máscaras de mano’ pero ya con algo de cuerpo autónomo, una materialización superior del espíritu invocado. El oficiante da vida y pone voz a los dos muñecos desde el trance, y las efigies así animadas pueden encarnar a los poderosos arquetipos colectivos, en su correspondencia animista con el mundo de la naturaleza, de los elementos o de los espíritus.

Por otra parte, los títeres encarnan también la dualidad intrínseca al ser humano, esta polarización de los opuestos anímicos que las dos manos representan con literal nitidez.

Máscara del Teatro Noh, Japón. Fondo Museu da Marioneta de Lisboa. Foto T.R.

El títere de guante ha heredado estos orígenes primordiales con todas sus resonancias y sus energías desplegadas a lo largo de los milenios, por lo que ha llegado a convertirse en algo innato en el ser humano. Todos los practicantes del títere tradicional han vivido esos momentos de trance en el que sus manos son conducidas y animadas por las potencias vitales encarnadas por los títeres, mientras les ponen una voz que parece surgir de pozos sin fondo de las más arcaicas culturas, o de abismales entidades arquetípicas que habitan en nuestros inconscientes colectivos o en el interior oculto de nuestra psique.

Podríamos proseguir en nuestro proceso de distanciamiento, ver cómo el deseo o la necesidad de distancia de los diferentes ritos escénicos hacen aparecer muñecos cuya animación huye del cuerpo humano y de las manos. Unas veces se arman de apéndices que permiten al titiritero manejar la figura a distancia, sean palos, alambres o los sutiles hilos de las marionetas. Cada forma de distanciamiento genera su propia poética.

Es muy interesante ver como en muchas culturas tradicionales, pienso en las de China o la India, hay un claro mimetismo entre el actor con máscara y la marioneta que ya ha conseguido separarse del cuerpo humano.


Lo vemos en la ópera china, con sus actores enmascarados moviéndose como lo hacen las marionetas, mayormente de hilo, pero también de varilla, o incluso de guante. Uno se pregunta qué fue antes: si la marioneta o la máscara. Y creo que la respuesta es que las influencias fueron en ambas direcciones. También vemos esta simbiosis entre máscara y actor en el teatro japonés: la fuerza de las marionetas del Bunraku han influido enormemente sobre las otras formas teatrales con actor, como el Noh o el Kabuki. Y viceversa. Y, evidentemente, también ha influido en los teatros mecánicos del Karakuri Ningyo en sus múltiples manifestaciones.

Máscaras Akhyan, exposición temporal del TOPIC de Tolosa.

Esta relación entre máscara y títere la vemos de nuevo en la Comedia del Arte: la fijación de los personajes en las máscaras, perfectas representaciones de los arquetipos sociales en uso, pudo saltar muy fácilmente al terreno de los títeres, como un modo de simplificar y, por ello mismo, de aumentar sus efectos paródicos y caricaturescos. Es decir, las máscaras se independizan del cuerpo del actor y se encarnan en los títeres, marcando una mayor distancia que permitía tratar los mismos temas desde registros diferentes, más abiertos y asequibles a públicos populares de la calle. No en vano se dice que muchas compañías de actores de la Comedia del Arte usaban los títeres como reclamo publicitario en las plazas y los mercados para atraer público a sus funciones.

Brighella y Arlechino., títeres de Pietro Roncelli, de Bérgamo. Foto T.R.

Muchas de las danzas tradicionales de la India, como el Kathakali, son una constante oscilación entre la máscara y la marioneta, no en su sentido literal sino figurado: el extraordinario maquillaje de los rostros y la codificada gestualidad de los bailarines, marionetizan a los actores, que parecen animados por unas manos invisibles que proceden del mundo de sus personajes: dioses, héroes y demonios.

Se trata de un proceso que lo podemos trasladar a casi todos los teatros de máscaras: esta fija el movimiento, la gestualidad y la voz de los actores. La máscara convierte en ‘efigie’, es decir, en marioneta, al actor.

La distancia que la máscara crea entre el personaje y el actor, se carga de una mayor sutileza cuando se traslada a la marioneta de hilo. Y la encontramos también de un modo todavía más refinado y radical en el teatro de sombras. Determinadas culturas del sudeste asiático determinaron que la mejor manera de representar de un modo fidedigno a dioses, héroes y demonios no era con las tres dimensiones del cuerpo, de las máscaras o de los muñecos, sino con las dos dimensiones del teatro de sombras. Saltar a las dos dimensiones con el artificio de la pantalla y de las sombras proyectadas en ella, fue el modo de alejar todavía más las figuras de la representación del cuerpo humano. Permitía así definir, con rasgos estilizados e incluso abstractos, la naturaleza mágica de los seres invocados durante la representación. Todavía hoy, los maestros del Wayang Kulit en Indonesia son vistos por la población como verdaderos maestros de ceremonias y respetados oficiantes de los más importantes ritos sagrados. A su vez, las siluetas usadas en las funciones son tratadas con un respeto sacro.

Figura del Wayang Kulit, de Indonesia. Foto de Jesús M.Atienza.

Volvamos al presente y a la crisis del COVID-19, para ver como la pandemia exige distancia entre los actores y los espectadores, y distancia entre los mismos espectadores. Distancias reales en metros cuantificados. Alejamiento, latitud, trecho, distancia…, palabra clave, maldita para las artes presenciales y catárticas, pero a la vez, palabra mágica para algunas de las artes escénicas más interesantes, entre ellas, la de los títeres y el teatro visual y de objetos. Como decíamos al principio, la distancia es lo que define el lenguaje del objeto intermediario, que establece una lejanía (simbólica, mental y física) entre actor y espectador. Y lo curioso es que la catarsis del teatro de marionetas se produce por obra y gracia de esta lejanía, que crea los espejos donde se reflejan y se duplican los participantes, es decir, crea los desdoblamientos propios de nuestra práctica teatral.

Imagen de ‘La Melancolía del turista’, de Microscopía y Oligor. Foto de Shaday Larios.

¿Cómo tratar dramatúrgicamente el concepto de distancia (simbólica y teatral, pero incorporando la dimensión física y medible) sin perder el valor catártico de los desdoblamientos, ni por supuesto el misterio y la poesía que le son inherentes?

He aquí un campo de indagación que se abre con los conceptos de distancia y lejanía considerados como nuevos valores al alza, capaces de juntar el fenómeno catártico de la multiplicación identitaria con la reflexión crítica. Pues sólo puede haber reflexión cuando hay distancia. No por algo se dice que la conciencia nació a base de vernos los humanos reflejados en los espejos de lagos y charcas. ¿Y qué son los espejos sino artefactos para la distanciación? La imagen que recibimos cuando nos miramos en un espejo aparece dos veces lejana de la distancia real entre el espejo y nosotros.

Imagen de M.A.R., de Andrea Díaz Reboredo.

Igualmente, el texto lleno de acción de un intérprete que lee desde un atril contiene una distancia que no existiría si el actor interpretara lo que dice: la que media entre la palabra y el lugar imaginario o real donde ocurre la acción. Es como si el atril fuera un espejo de doble cara que multiplica por dos o por más las distancias que habitan en la palabra y que llenan el espacio de la escena.

El teatro de la distancia enlaza con experimentos de las vanguardias del siglo XX, que buscaban romper la inmediatez de la relación entre el contenido, el actor y el espectador, afín de abrir espacios en estos entresijos, y poner el máximo de espejos en ellos, unos espacios en los que cupiera la imaginación creativa del espectador y la indispensable distancia para la reflexión crítica y la autoconsciencia.

‘El reloj del conserje’. En ‘OBJETARIOS 1. Cuba Material. Archivo de la materialidad cubana’, artículo de Shaday Larios de Titeresante aquí.

Por otra parte, las actuales formas teatrales basadas en el objeto no dejan de ser nuevos procesos de distanciamiento, en los que imágenes, figuras y objetos son tratados como espejos de múltiples enfoques y dimensiones, capaces de abrirnos mundos distintos y ocultos desde la sutileza de estos alambicados alejamientos.

Creo que podemos considerar esta súbita emergencia del concepto distancia como una invitación a ser usada en el contexto dramatúrgico con más conciencia de lo que solemos hacer. Tal sería uno de los efectos que la pandemia y sus necesidades de parada y ralentización están provocando, en una especie de proceso de observación autoconsciente en el interior de la práctica creativa.


[1] Théâtre Années Vingt. L’acteur en effigie’, de Didier Plassard. Institut International de la Marionnette, Editions L’Age d’Homme, Lausanne 1992.