(Paola Busca en ‘A la Orilla del Mundo’)
Continuamos en esta segunda crónica fijando nuestra atención en algunos de los espectáculos vistos durante el Festitíteres de Alicante, el Festival que dirige Ángel Casado desde el mismo Ayuntamiento de la ciudad. Y lo haremos sobre los siguientes títulos: ‘El Tendal’, de la Cia. Pàmpol, ‘A la Orilla del Mundo’, de Pao Busca y ‘El Hombre de la Flor’, de Manzanas Traigo.
‘El Tendal’, de la Cia. Pàmpol.
Anuncia el programa que nos encontramos ante una compañía especializada en públicos de niños muy pequeños y se recomienda la obra para familias con bebés. Siempre resulta difícil enfrentarse a estas obras dirigidas a los niños que aún no hablan ni entienden lo que se les dice. Nuestra condición de adultos nos impele, en estos casos, a fijarnos tanto en los actuantes como en los diminutos espectadores, y debo decir que esta doble percepción suele producir, cuando la obra lo vale, un gozo curioso e intenso, pues no deja de resultar una maravilla ver a los cachorros humanos aún en fase postnatal responder a los estímulos visuales y cinéticos de quienes se dedican a provocarlos, sobre todo si se los deja mínimamente moverse a cuatro patas por el patio de butacas.
Por supuesto que un espectáculo de estas características debe pensar tanto en los menudos espectadores como en sus papás, mamás y abuelos, pues finalmente quienes pagan la entrada y controlan la situación, amén de recomendar que la obra tiene que ser vista por otros, son los adultos que ven la función. De ahí la ambigüedad que siempre debe existir en estos espectáculos, llenos de guiños dirigidos hacia sus múltiples públicos: si los espectáculos tienen calidad, te acaban interesando aunque no seas un bebé, como me ha ocurrido en bastantes ocasiones.
En el caso de la compañía Pàmpol de Alicante, debemos decir que Sandra Prim y Sonia Rosillo, las dos actrices que actúan en la obra, demostraron que conocían muy bien las reglas del juego y que dominaban a la perfección el terreno en el que se movían. Con una presentación muy cuidada y provistas de una agradable presencia, las dos oficiantes de Pàmpol Teatre actuaron con música en directo y ofrecieron una lograda variedad de estímulos sensoriales al recurrir al teatro de sombras, a algunas proyecciones de vídeo, a los títeres, canciones i mil objetos que permiten hilar las distintas secuencias de la obra.
La gracia de su propuesta, además del equilibro visual conseguido y un ritmo medido e impecable, es la coherencia que existe en los contenidos de las distintas secuencias de la obra. Hay un deseo de iniciar a los pequeños por un lado, hacia una conciencia cosmológica, con las referencias a las estrellas, al sol y la luna, un afán que he visto en muchas obras actuales para niños, lo que nos indica que hay una demanda inconsciente hacia estas temáticas hoy tan importantes para alcanzar una conciencia lo más planetaria posible, y, por el otro lado, una iniciación hacia una especie de pensamiento mágico o animista, en el que se invita a que los niños se identifiquen con un pájaro, un pez, una nube o la misma luna.
Supongo que todos los cuentos han tenido desde siempre esta función, sobre todo cuando pensamos que el repertorio más profundo de los cuentos nació en épocas animistas, al calor y la lumbre de los fuegos primordiales. Quizás hoy que vivimos en un mundo desacralizado, donde los humanos nos hemos vuelto unos cínicos y descreídos, se vislumbra la necesidad de regresar a los pensamientos mágicos. Antes esta pertenencia servía para amalgamar a la tribu o al clan, hoy que vivimos en la época del individualismo y de la racionalidad a ultranza, habría que ver qué mezcolanza amalgama. Siempre habrá los obsesionados por las identidades colectivas, sean nacionalistas o religiosas, pero lo bueno sería pensar que es hacia una generosa pertenencia al ámbito de la vida sobre la Tierra.
Una sana intención que Sandra Prim y Sonia Rosillo, de Pàmpol Teatre, parecen tener, transmitiendo estos importantes contenidos subliminales a los espectadores, a través de una acción tan sencilla como eficaz de retener la atención con música, colores, movimientos, sombras, objetos y todo el despliegue de sensaciones que provoca El Tendal. El público, admirado, aplaudió con ganas.
‘A la Orilla del Mundo’, de Pao Busca.
Bajo el nombre de Pao Busca se esconde la titiritera italiana Paola Busca, a caballo hoy entre Suiza y España, pues mantiene una doble residencia entre ambos países. Presentó la obra ‘A la Orilla del Mundo’, adaptación libre del libro “Miche et Drate”, de Gérald Chevrolet, con dirección de Danièle Chevrolet. Una obra de corte poético y existencial de impecable factura, provista de una potente carga filosófica o al menos existencialista, pues sus personajes se interrogan con no poca angustia sobre el sentido de la vida, el paso del tiempo, el miedo, las dudas… ¿Qué hay cuando llegamos allí donde se acaba el mundo? ¿Acaso no vivimos hoy en un constante ‘borde del mundo’, ante el cúmulo de amenazas que nos asaltan en el día a día?
Un reto mayúsculo cuando el montaje está dirigido a los niños, al no ser estas temáticas las más corrientes de los espectáculos infantiles. Paola Busca se sirve para lograrlo de los siguientes recursos: una música muy bien elaborada de François Gendre, inquietante y misteriosa, que a momentos llena todo el espacio sonoro; un sofisticado diseño de luces indispensable para crear las atmósferas adecuadas; un texto conciso y poético, que no huye de la expresión compleja, y nos da las pistas necesarias para guiarnos por lo que vemos; y una manipulación enérgica y cuidada, con dos muñecos de base con la misma expresión, dándonos a entender que no nos hallamos antes problemas psicológicos o sainetescos, sino de los que hacen referencia a lo profundo y común de los humanos: una buena manipulación fresca y sin afectación alguna, capaz de moverse con sigilo y desde una semi penumbra.
Finalmente, nos damos cuenta y se nos indica que el asunto principal de la obra es el Tiempo. Todas las preguntas, las dudas y las angustias sentidas por los dos protagonistas tiene que ver con el paso del tiempo. El escenario se llena de mecanismos desnudos de reloj, mientras la banda sonora nos marca los tic-tacs correspondientes. El Tiempo impone su lenguaje, su presencia, su huida siempre hacia delante y el final abrupto del tic-tac. Los humanos, como todos los seres vivos, vivimos atrapados en las redes del Tiempo, que nos fija y cadaveriza, y a la vez hace que nos multipliquemos alegremente -o tristemente- con muchos seres puestos en el escenario de la vida, todos ellos con la misma carencia de expresión diferenciada.
Au Bord Du Monde_PROMO 3’45” from le Guignol à roulettes on Vimeo.
¿Obra filosófica para niños? En efecto, Paola Busca así lo ha planteado y ha conseguido este imposible con una nota altísima, y aunque desconozco si algún niño ha alcanzado las profundidades de los temas existenciales planteados -algo que ni es el objetivo de la obra ni es en absoluto relevante-, sí es evidente que un eco de las mismas se propaga a través de la música y de las palabras sueltas que nuestra atención pesca y retiene.
Un planteamiento que requiere buenos equipos de creación, buenos intérpretes y un cojín social generoso y sostenible. Algo que la antigua Confederación Helvética -hoy República Helvética- tiene con creces. Ojalá los titiriteros de Guignol à Roulette donde se cobija Paola Busca encuentren en España, si no el mismo cojín económico, sí el humano existencial propicio a seguir cultivando con tanto gusto su creatividad.
‘El Hombre de la Flor’, de Manzanas Traigo.
De Madrid llegó la compañía Manzanas Traigo, nombre bonito y curioso donde los haya, que presentó la obra ‘El Hombre de la Flor’, basada en el cuento con el mismo título de Mark Ludy (ver aquí), publicado por la Editorial Edaf (2006), un brillante ejercicio de puesta en escena plástico-poética dirigido por Belén Rubira.
Conocía un primer proyecto de Rubira, ‘Hambre Come’ (ver aquí), con el que la actriz, titiritera y directora de Madrid se iniciaba en una línea de trabajo miniaturista capaz de conjugar lo onírico con la intriga y un sofisticado humor plástico y sonoro. Un camino que, como pude ver en Las Cigarreras, ha continuado con su segunda obra, ‘El Hombre de la Flor’.
En efecto, aunque aquí el escenario ya no está encerrado en una caja sino abierto a un público numeroso aunque íntimo, sí que juega la directora en convertir al espectador en un ‘voyeur’ (en la obra anterior lo era plenamente), en el sentido de invitarle a fijarse en los detalles para descubrir lo que esconde la fachada de casas. Con acciones que se van repitiendo con los mismos personajes, vamos haciéndonos una composición del lugar donde nos encontramos, preguntándonos qué es lo que está ocurriendo en realidad, hasta que al final y sólo al final, se nos desvela lo que realmente ha sucedido.
Como la misma Belén Rubira se encargó de decirnos, la obra da mucha importancia al ambiente sonoro, que tiene por misión introducirnos a una percepción más de tipo atmosférico que conceptual o narrativa. Por ello los personajes tampoco hablan, sólo gesticulan sonidos que hilan una segunda banda sonora, a modo de puntuación cinética de los movimientos y acciones de cada escena. Se encargan de ella los dos mismos manipuladores, Belén Rubira y el actor americano Aaron Ziobrowski, instalado desde hace años en Madrid. Y a pesar de que en la versión que vimos había un cierto desnivel sonoro entre ambas dicciones, se pudo apreciar plenamente esa bonita idea de tejer una composición musical en la que las voces -gruñidos, onomatopeyas, soniquetes, zumbidos, gritos, golpeteos, chirridos y runrunes, entre muchos otros efectos de imposible descripción- se combinaban con la música de Susana Jiménez Carmona, autora del ‘espacio sonoro’, como indica el programa.
Este cromatismo sonoro está en conjunción con el cromatismo plástico de la escenografía, de grises acusados al principio, que luego pasará a los colores vivos con la llegada del viejo de la maleta. Importan mucho los detalles de todo lo que vemos, de ahí que la obra requiera una proximidad acusada y que, al acabar, podamos los espectadores acercarnos a escasos palmos de la escena para poder apreciar la prolijidad de los pormenores. Por eso hemos hablado antes de un cierto ‘voyeurismo’, el que resulta de la curiosidad despierta por el detalle que vemos y no vemos, y por todo lo que intuimos en los interiores de las casas.
Preciosa la estética de todos estos elementos miniaturas, de los personajes, sean corpóreos o sombras, que beben de la estética expresionista del cómic, suavizada por las gamas de grises de la fachada y el colorido final. Pensaba, al ver de cerca la riqueza de la plástica con todos sus muchos detalles (creación de Jose A. Sánchez y la misma Belén Rubira), que la obra bien podría estar contenida en una caja, de dimensiones adecuadas, con el público también dentro, para que la ambientación sonora y visual concentrara toda la atención de los espectadores.
Respecto al contenido, es seductora la idea de cómo la realidad cambia de color según la veamos con unos ojos u otros, o según la mimeticemos en relación a una flor o a otra realidad distinta. Lo subjetivo se introduce así en lo real, que el teatro puede cambiar para esclarecer y elucidar al espectador de que la teoría de la relatividad hay que aplicarla también a los fenómenos de la percepción.
Daba gusto, al acabar el espectáculo, ver a niños y mayores fisgonear por detrás del teatrillo de fachadas de casas, con sus ventanas, sus visillos corredores, y los mil truquitos que los titiriteros usaban para crear la ilusión de vida, espacio y profundidad. Un curiosear que era el mejor síntoma de cómo se habían visto atrapados por el acople de imágenes y sonidos que los de Manzanas Traigo les habían traído de Madrid. Un gozo para la mente y los sentidos.