(La compañía de Romano Danielli con Idoya Otegui, secretaria de UNIMA)

Continuamos nuestra crónica sobre los espectáculos vistos en Pordenone, durante el Festival de Teatro de Figura llamado ‘MAgicaBUra!’ que se realizó en ocasión de la magna exposición urdida por Ortoteatro y comisariada por Walter Broggini, ‘Giù la maschera’.

Ya hemos hablado de la exposición (ver aquí) y de los primeros espectáculos vistos, concretamente los de Paolo Papparotto, Ortoteatro y Pietro Roncelli, un precioso abanico de estilos y formas diferentes alrededor de los personajes de Arlequino en los dos primeros casos y de Gioppino en el tercero (ver aquí).

Me gustaría destacar llegados a este punto como en el acto de presentación del ciclo de actuaciones ‘MAgicaBUra!, que presidió Fabio Scaramucci, director de Ortoteatro, intervinieron también Walter Broggini, quien explicó los entresijos de la exposición, la procedencia de las piezas y el momento feliz que parece estar viviendo el género en la actualidad, así como la actriz Claudia Contin Arlecchino.

Walter Broggini y Claudia Contin Atlecchino.

Vale la pena detenerse un momento en este último personaje, cuyo segundo apellido, Arlecchino, que aparece oficialmente en su documento de identidad, no proviene del linaje familiar sino del artístico, pues Claudia Contin es una actriz que se enamoró en su día de la ‘máscara’ de Arlecchino, de modo que no sólo le ha dedicado su vida y una atención incluso teórica y académica, al ser la autora de dos magníficos libros sobre el personaje, sino que quiso refrendar esta entrega acogiendo su nombre como segundo apellido.

‘La Umana Commedia di Arlecchino’, editado por Edizioni Forme Libere, es un libro de introducción al personaje donde se dice casi todo lo que hay que saber sobre él, con profusión de ilustraciones que sin duda harán feliz a cualquier aficionado a la Comedia del Arte. En su segundo libro ‘Né serva né padrona’, también editado por Forme Libere, Claudia Contin Arlecchino habla tanto de los personajes femeninos como de las actrices que han abordado las ‘máscaras’ de la Comedia. Un trabajo, el de Claudia, que se prodiga tanto en los escenarios como en las escuelas de teatro o en los cenáculos teóricos de los entendidos.

En su parlamento, Claudia Arlecchino explicó lo cerca que su trabajo se encuentra del mundo de las marionetas, que conoce bien y que adora, pues en ambos trabajos, en el de la máscara y en el del títere, el actor debe lidiar con la alteridad desconocida de uno mismo, a través de un proceso catártico de desdoblamiento y de proyecciones en múltiples direcciones.

Le guaratelle de Gianluca di Matteo.

Fue un signo de justicia y de reconocimiento que los directores del Festival programaran a los famosos guaratelle, los títeres populares de Nápoles que tienen a Pulcinella de protagonista y que exhibe unos rasgos propios tan diferentes de los estilos del norte italiano, basados estos más en la palabra y en la comedia que en los juegos histriónicos, hipercinéticos y casi mudos aunque chillones, de los títeres de guante napolitanos.

Gianluca Di Matteo en plena representación.

Claro que también en Nápoles se representarían comedias con sus largos ‘copiones’ y con la presencia de todas las ‘máscaras’ de la Comedia del Arte, aunque también es sabido que en el novecientos se impuso en la Italia borbónica la modalidad de los pupi, influencia sin duda de la antigua máquina real española, cuya presencia en los escenarios de los siglos XVII y XVIII fue tan importante en todos los territorios del viejo Imperio Español.

En Nápoles, los pupi desaparecieron en los años sesenta del siglo XX, incapaces de sobrevivir al acoso de la modernidad y de competir con el cine, la sociedad consumista y la televisión. Lo que sí ha sobrevivido son los guaratelle, quizás por su modestia, al ser por regla general compañías de un único titiritero más algún ayudante externo, mientras las compañías de pupi eran verdaderas empresas teatrales de muchos empleados.

Han sobrevivido, los guaratelle, y han triunfado en el mundo contemporáneo, tan amante como es de las formas sintéticas del arte y del espectáculo. Hoy es frecuente encontrarlos en los principales festivales mundiales del género de la mano de reputados maestros. Fueron los primeros en salir Bruno Leone y Salvattore Gato, quienes aprendieron en los años ochenta de los viejos maestros, cuando el género estaba en un peligroso declive a punto de desaparecer. Jóvenes procedentes del mundo de la cultura y de la universidad que de pronto se interesaron por estos arcaísmos teatrales. Y lo hicieron con tanto mimo, esmero y generosidad, que sembraron el terreno para que nuevas generaciones de practicantes conquistaran los mercados del género. Hoy son muchos los maestros y las maestras que pasean a Pulcinella por medio mundo. Gianluca Di Matteo es uno de ellos.

Lo conocí hace años en una actuación en La Puntual de Barcelona. Verlo ahora en el claustro del exconvento de San Francesco, en Pordenone, me confirmó el buen momento y el alto grado de excelencia en el que se encuentra, tras sus años de práctica llevando a Pulcinella por todo el planeta, un titiritero en el punto dulce de su madurez.

Tras la función.

Su Pulcinella es de los que gustan quedarse en lo esencial, lo que requiere un dominio muy seguro de los lenguajes de la manipulación, es decir, de las llamadas ‘rutinas’. El espectáculo de Di Matteo sacó ‘chispas’ (sucede cuando la velocidad es extrema) aquel día, con apenas cuatro títeres: Pulcinella, el perro, Pasquale y la Muerte. Y con esos únicos cuatro personajes, fue capaz de tener al público entregado durante todo el tiempo que duró la obra, quizás unos cuarenta o cincuenta minutos. Las rutinas se repetían pero siempre con matices diferentes, para ir saltando así de bloque en bloque. Colgados detrás del retablo había otros personajes, pero que no pidieron salir, pues no era necesario.

Pasquale en la caja de muertos.

Fue una lección de lo que son hoy los guaratelle en el panorama titiritero, este arcaísmo tan contemporáneo, que logra la quintaesencia del arte dramático sin decorado alguno, con la máxima expresividad desde la mínima escena: títeres simples y pequeños, ágiles para la acción, decorados nulos, retablo que es un simple panel tras el que se esconde el titiritero, libre de salir del mismo con sólo dar un paso a diestra o a siniestra. La palabra y la acción quedan reducidos a una coreografía, por lo general veloz, de juegos entre los títeres: persecución, equívocos, bastonazos, entradas y salidas, usando el ritmo como el cemento dramatúrgico que une y lo convierte todo en música de percusión. Se le podrían añadir perfectamente esos instrumentos que se pueden tocar sin manos -armónicas, flautas de pan, reclamos de caza y otros artilugios sonoros- y el espectáculo podría alcanzar la categoría de ‘concierto de palos, sonidos varios, lengüeta y títeres’. El Punch and Judy ya suele hacerlo en algunas ocasiones. Un trabajo que suele derivar en ejercicios de virtuosismo, como tantas veces hemos visto. A veces parece que compiten entre ellos para ver quién corre más, quien ejecuta las mismas rutinas a más velocidad… Competición que a mi modo de ver no mejora los resultados sino que exaspera los ritmos, aunque garantiza los aplausos. No fue el caso de Di Matteo, que bordó una interpretación veloz aunque equilibrada, siempre en perfecta comunicación con el público.

Gianluca Di Matteo.

Situarlo en medio de las representaciones de las ‘máscaras’ fue mostrar el abanico entero de las técnicas titiriteras de la tradición italiana a los espectadores del MAgicaBUra!, de un extremo al otro, desde el reino de la palabra y del refinamiento dramático de lo que Romano Danielli llama el Teatro Clásico de los Títeres de Italia, al reino de la velocidad cinética de los guaratelle que persigue la síntesis del títere. Un lujo inmenso para los que tuvimos la suerte de estar en Pordenone.

La compañía ampliada de Romano Danielli con ‘La Ginevra degli Almieri’.

Toca hablar ahora de este otro extremo, que fue el predominante en el programa del Festival, en el que gesto, palabra, ritmo, pintura y escultura se juntan para lograr un teatro de máximos estéticos. Y sin duda de ‘máximos’ tenemos que hablar, al encontrarnos con una compañía, la del gran maestro de Bolonia, Romano Danielli, capaz de reunir en una función a siete de los mejores titiriteros de la zona de Bolonia, jóvenes maestros todos ellos que mantienen el fuego de las tradiciones locales, con sus personajes característicos: Marco Laboli (a cargo de Fagiolino), William Meloni (Sgalapino), Ricardo Pazzaglia (Tartaglia), Moreno Pigoni (de Módena y bien conocido en España, con Balanzone y manipulando a Sandrone con la voz de Romano Danielli), Grazia Punginelli (Ginevra) y Mattia Zecchi (Conte Almieri), además de Romano Danielli.

Fagiolino y Sandrone.

Fue una noche excepcional, la que vivimos en el Auditorium Concordia, ver representar a una verdadera obra clásica del Teatro Clásico de Títeres Italiano, con los personajes de Sandrone, Brighella, Fagiolino, Sganapino, Il Dottore Balanzone, Tartaglia, más los personajes nobles de Ginevra, el Conde Almieri, todos ellos con las voces y la manipulación de sus mejores intérpretes actuales. Con dos escenarios principales: el Palacio como el lugar para la intriga, el drama y el disparate cómico, y el cementerio donde se va a enterrar a la difunta Ginevra, con momentos cumbres como el baile de los esqueletos, y un final apoteósico con la salida de ocho o diez Sandrones, el verdadero protagonista junto a Fagiolino y Sganapino, cantando juntos el fragmento coral del ‘Va pensiero’, de la ópera Nabucco, dirigidos todos los Sandrones por la figura misma de Verdi, convertido en un títere más del elenco.

Velando a la muerta, con Sandrone en medio.

Momento mágico, en el que uno de los personajes más rudo, potente, feroz y honesto en su sinceridad primitiva, como es Sandrone, se multiplica y se junta en coro para ensalzar con este cántico la nostalgia y el clamor de lo propio, una patria que en este caso concreto no sería otra que este mismo Teatro Clásico de Burattini que con tanto ardor defienden los titiriteros locales. Los Sandrones representan al honrado pueblo titiritero, a los Sandrones, Tascones, Gioppinos y otros personajes simples y populares, cuya voz es la del pueblo llano. Fue el pueblo titiritero de voz ruda la que se expresó con vehemencia en el escenario, un reclamo de reivindicación sacro-pagana.

Tras el retablo.

La representación mostró la potencia de este teatro que se expresa en los dialectos locales y que lucha por mantenerse vivo en una época como la nuestra, en la que lo global pretende imponer sus estándares homogeneizadores. El trabajo de esta compañía ampliada de Romano Danielli nos mostró que lo importante es dar vida veraz a los profundos arquetipos que cada personaje encarna, arquetipos que siempre están presentes en nuestras sociedades y que deben adaptarse a los nuevos tiempos que corren, como a todos nos sucede. Es decir, más que adaptarlos a modas y corrientes morales de circunstancias, lo interesante es profundizar en sus personalidades, sacar lustre a los acentos que los singularizan en el concierto de las psicologías humanas. Al fin y al cabo, la resistencia a la uniformidad pasa por el enraizamiento de lo propio, empezando por nosotros mismos, si no queremos ser peonzas de los vaivenes colectivos, con los nacionalismos hoy de nuevo en voga.

Armas y otros objetos de atrezzo.

Muy interesante fue el coloquio que tuvo lugar al día siguiente, en el que Romano Danielli explicó cómo, tras 67 años de profesión, se sintió renacer al entrar en su compañía el joven Mattia Zecchi, hoy convertido ya en un titiritero independiente con compañía propia -aunque sigue trabajando con Danielli. Su entusiasmo y entrega le hizo comprender que tanto esfuerzo había valido la pena y que su arte estaba muy lejos de morir, cuando jóvenes actores se interesaban con tanto ardor por continuar el legado de las ‘máscaras’.

Grazia Punginelli y Marco Laboli.

Fue entrañable ver la relación del maestro Danielli con estos jóvenes y no tan jóvenes titiriteros, la mayoría de ellos actores de prosa además de titiriteros, una relación revitalizadora para todos, pues bien sabido es que el arte de los títeres es una práctica catártica que extrae energías de las más arcaicas fuentes primordiales tanto colectivas como individuales. Al indicar que a su edad ya no tenía suficiente energía para dar voz a Fagiolino, y que por ello prefería centrarse en el más áspero y grave Sandrone, nos mostró la importancia de los afectos y los efectos proyectivos y la identificación profunda con los personajes que siempre ha tenido el teatro de marionetas.

El equipo tras la función.

Un trabajo, el de Romano Danielli, que a sus más de ochenta años encuentra la recompensa de la gratitud y la confraternización con las nuevas generaciones de practicantes así como un reconocimiento que él acepta entre la distancia y la ironía.

Romano Danielli frente al teatro.

Como dice el maestro, es el suyo un arte que, según indican los entendidos y los historiadores ya desde los años 50, estando a punto de morir, ¡nunca muere!

Foto de familia con todos los titiriteros presentes.