Pepito, creación de Anita Maravillas. Foto de Jesús Atienza.

Pepito, creación de Anita Maravillas. Foto de Jesús Atienza.

En 1912, unos hechos truculentos sacudieron Barcelona. A finales de febrero de ese año, hace justo un siglo, corría la noticia de que Enriqueta Martí secuestraba niños para prostiturlos y los asesinaba para elaborar ungüentos y cataplasmas con su sangre, huesos y vísceras. Hay dos visiones diferentes de Enriqueta Martí: en el barrio Chino (el Raval), era la Queta, mendiga y prostituta; en Gracia, se hacía llamar Madame Henriette, era alcahueta y prostituía menores. El miedo que causó aquella mujer que se llevaba a niños por los alrededores de las Ramblas hizo nacer el mito popular de la Vampira de la calle Ponent (actualmente Joaquín Costa, en el Raval), que recientemente ha sido recreado por la novela La mala mujer, de Marc Pastor (2008), y ahora por la obra de teatro La Vampira del Raval.

Jaume Villanueva, director, ha puesto en escena un espectáculo híbrido de géneros populares. Y lo ha conseguido perfectamente. La ambientación de la obra es una ficción en sí misma: desde el primer momento, en el que un Pep Cruz generoso —como siempre— se dirige al público para advertir de que no se pueden llevar armas ni escupir desde el balcón a la platea, hasta las breves narraciones ulteriores que se insertan en el hilo argumental, para explicar, por ejemplo, que tal personaje, veintimuchos años más tarde de lo que está pasando en escena, tendrá tal cargo político. Este juego entre realidad y ficción busca la complicidad del público por varios canales: ya sea a través del conocimiento de la historia, con el personaje de Millán Astray, por ejemplo, o rompiendo expresamente la cuarta pared para explicar que, en la realidad, Enriqueta Martí fue linchada en la cárcel, pero que para subrayar el espíritu trágico de la obra, y por razones de presupuesto, se ha optado por un final diferente, con ironía incluida.

El tipo de relación entre actores y público de La Vampira del Raval crea ambiente de cabaret. El music-hall, un género que en los últimos años no ha parado de reinventarse con éxito, desde una concepción más alemana que española, todo sea dicho, contribuye no sólo a situar la obra en el tiempo, sino a dibujar una imagen colectiva, popular, del barrio del Raval. Aunque para ello se tenga que convertir a la típica chismosa de escalera, Claudina Elías, denunciadora de Enriqueta Martí, en un espléndido travesti (Mingo Ràfols). Y es precisamente en el terreno de la imaginería popular en el que se ambienta la obra, más que en el año 1912. El supuesto music-hall es de hecho un musical moderno, no de gran formato, eso no, pero concebido plenamente según el gusto mayoritario de hoy.

Valentina Raposo, con Angeleta, Teresita y Pepito. Foto de Jesús Atienza.

Valentina Raposo, con Angeleta, Teresita y Pepito. Foto de Jesús Atienza.

¿Todos somos títeres?

El teatro de títeres es otro género que encaja perfectamente en esta obra poliédrica. No sólo porque se trate de un tipo de teatro popular (en aquella época lo eran más los putxinel·lis que las marionetas como las de La Vampira…), sino por aquella metáfora tan utilizada en ambientes titiriteros que dice que todos somos muñecos movidos por un gran maestro cósmico. Pero la imagen va más allá de este enunciado —que, por cierto, el texto de la obra cita casi literalmente—: Angeleta, Teresita Guitart y sobre todo Pepito, las marionetas, son los auténticos espíritus trágicos de la obra. Quién desafía a los dioses es Enriqueta Martí (Mercè Martínez), pero los tres niños de madera y de papel son la expresión constante de la miseria, la crueldad y el absurdo de vivir. En este sentido, la Queta y las tres marionetas tienen un destino común que se evidencia en la penúltima canción del musical, “Somnis de puresa”, en la que la prostituta habla de su infancia. Valentina Raposo también conoce el carácter más rebelde de sus marionetas, la actitud y los gestos que ellas no interpretan en el escenario, pero al final existen para ser los niños tristes hijos de la pobreza y la marginación, la del Raval, la del s. XX, y la de todas partes y de siempre.

La actuación de Teresita, cuyo secuestro es denunciado, lo que motiva el inicio de la investigación y de la obra; de Angeleta, la niña que no recuerda haber tenido otra madre antes de Queta, y Pepito, el pobre niño que satisface la extrema “sensibilidad” del marqués y que acaba perdiendo la vida por actos de brujería de la alcahueta, no desequilibran para nada las interpretaciones de los otros actores, de carne y hueso. En eso ayuda una iluminación (Carles Valero) muy estudiada y precisa, que resalta el dramatismo.

La punzante expresión de las marionetas. Foto de Jesús Atienza.

La punzante expresión de las marionetas. Foto de Jesús Atienza.

Texto: Josep Arias Velasco. Muy buen guión, con un abanico completo de personajes populares. El lenguaje es preciso, aunque en algunos momentos, inexplicablemente, chirríe. Son pocos, sin embargo, y por eso contrastan todavía más algunas expresiones como “echar balones fuera”. Fantástico el uso de la jerga y las palabras provenientes del caló.

Arias Velasco ha seguido la directriz dictada por Isabel II según la cual en todas las obras de teatro que se representaran en Cataluña tenía que haber por lo menos un personaje que hablara en castellano, y, como ocurría con los títeres catalanes tradicionales, éste es el de la autoridad: no el guardia urbano de los putxinel·lis, sino el tristemente famoso José Millán Astray, supuesto comisario de policía.

Música: Albert Guinovart. Contagiosa, tal vez un poco demasiado alegre en general, teniendo en cuenta el melodrama, pero perfectamente a la altura de lo que se puede esperar. Contribuye perfectamente a la hibridación que se nos propone en escena.
Dirección: Jaume Villanueva. En 2005 ya había trabajado con Valentina Raposo en la obra Con Belisa, una versión de Amor de don Perlimplín con Belisa en su Jardín de García Lorca, que se estrenó en el Espai Brossa e hizo gira por todo el mundo. En aquella ocasión, trabajaron con títeres de Pepe Otal.

Construcción de marionetas: Anita Maravillas. De esta compañía, formada por Miren Larrea, Mireia Nogueras y Valentina Raposo, ya conocíamos la factura impecable en la construcción. En La Vampira del Raval, Pepito, Angeleta y Teresita Guitart están cuidadas hasta el último detalle: su alma de madera tiene una epidermis de papeles de Catequesis encontrados en el Raval. Fetichismo puro.
Manipulación: Valentina Raposo.

Actores

– Teresita Guitart, Pepito y Angeleta. Marionetas. Cuerpo de madera, cabeza de pasta de papel.
– Mercè Martínez: Enriqueta Martí. Vibrante, en la frontera entre las protagonistas de tragedia y las mujeres extremadamente malvadas.
– Pep Cruz: subinspector Ribot, presentador y capellán de la prisión. Espléndido. En sus orígenes como actor, trabajó muchos años con títeres, lo que se nota en las escenas de diálogo con las marionetas.
– Mingo Ràfols: marqués, Claudina Elías (chismosa) y juez. Excelente. Se mueve coherentemente entre las diferentes mutaciones de personaje y géneros escénicos.
– Roger Pera: macarra, abogado cliente de Enriqueta Martí y periodista. A la altura. Destaca en los diálogos, sobre todo sosteniendo la jerga caló con naturalidad.
– Jordi Coromina: marido de Enriqueta Martí, José Millán Astray y verdugo. Firme. La suya es en todo momento una presencia sólida, con los matices correspondientes a cada personaje.
– Valentina Raposo: mujer pobre y carterista. Completa el elenco de personajes del Raval con breves apariciones al margen de la actuación con las marionetas.
Músicos
Andreu Gallén (piano y dirección musical), Víctor Pérez (violín), Víctor Mirallas (clarinete), Francisco Mestre (contrabajo).