(Bar el Pozo II, 2004, de Ignacio Fortún. Técnica mixta sobre zinc, 80 x 180)

Tras las dos crónicas publicadas sobre el magnífico Parque de las Marionetas que hemos podido disfrutar estos días pasados en el Parque Gran José Antonio Labordeta (ver aquí), durante las Fiestas del Pilar de Zaragoza, queremos dedicar este artículo a dos eventos más que consideramos importantes: la exposición “Mirada y Relato” del artista Ignacio Fortún en la Lonja, y las actuaciones de Pelegrín a cargo de Pablo Girón, el héroe polichinesco creado por Teatro Arbolé, que como cada año acudió puntual en su cita con el público familiar en la Plaza de los Sitios de Zaragoza.

“Mirada y relato”

Vale la pena estos días acercarse a la Lonja, este majestuoso y a la vez austero edificio civil renacentista de la capital maña, con esos retratos tan titiriteros que hay en la fachada que representan a los gremios de la ciudad, para ver la gran exposición de pinturas de Ignacio Fortún (abierta hasta el 31 de diciembre de 2017).

Frachada de la Lonja, con sus retratos escultóricos.

Se trata de una exposición integral de la obra del artista de Zaragoza, es decir, en ella se reúnen obras de todas las épocas lo que permite obtener una idea de la evolución seguida y por lo tanto del mundo creado en su globalidad por el pintor. Una oportunidad de oro para entrar en el universo de un creador verdadero como es Fortún y llegarlo a entender, o al menos a aproximarse al mismo, ni que sea desde un primer abordaje, como fue mi caso. Un pintor que ha mostrado siempre un enorme interés por el teatro y los títeres, como lo demuestran sus colaboraciones con Adolfo Ayuso y con Elena Millán en varias obras y proyectos titiriteros.

Y debo decir que quedé impresionado por el recorrido que ofrece la exposición de toda una vida de trabajo, algo que muy pocas veces se encuentra al alcance de la mano. Creo que lo más interesante, para el neófito que se enfrenta por primera vez a su obra, es observar cómo se pasa de unos inicios muy teatrales o narrativos, con escenas costumbristas que resaltan los lados sórdidos de la realidad, en una línea casi de cómic satírico y grotesco, que busca la óptica deformada del esperpento, a unas etapas sucesivas en las que de pronto desaparece la figura humana, implícita pero ausente en una serie de paisajes desolados, grises y casi apocalípticos, para al final, reaparecer la figura, no en su forma realista y satírica de los primeros años, sino incrustada en el paisaje, como sombras que configuran cuerpos de tonos y texturas diferentes. Una evolución que va a la par con la técnica y los materiales de partida, pues si al comienzo lo que vemos son óleos sobre lienzo llenos de color, en la etapa posterior desaparecen los colores y la figura humana, aún siendo óleos sobre lienzo, para muy rápidamente introducirse un nuevo soporte, el zinc y el aluminio tratados con ácidos y leves pinceladas de color.

Una puta embadurnada de Nivea, 1984, de Ignacio Fortún. Óleo sobre lienzo, 100 x 73.

Esta evolución, que la exposición nos ofrece con meridiana claridad, nos habla de un proceso que creo es universal en las artes de hoy en día, y es este paso del artista que en sus inicios se centra en la mirada directa de la realidad para con el tiempo interesarse más en auto-observar esta mirada, en un proceso de auto-percepción del propio quehacer artístico.

Familia, 1986, de Ignacio Fortún. Óleo sobre lienzo, 130 x 162.

En el caso de Ignacio Fortún, su primera mirada busca el distanciamiento de la óptica de los espejos deformantes del esperpento valle-inclanesco, útil herramienta para diseccionar la realidad desde una perspectiva de rabiosa crítica e inconformismo -con el resultado de estas obras sumamente atractivas que vemos en las dos primeras secciones llamadas “Supra Naif: despertar y atrevimiento” y “Galería del esperpento”-. Obras tan seductoras como de impacto.

Aquél frívolo arcángel, 1983, de Ignacio Fortún. Óleo sobre lienzo, 114 x 146.

A continuación, el artista cambia el enfoque de su mirada. La apoteosis del color y de la figura exaltada en su mediocridad cotidiana, quizás por un efecto de saturación de la misma, estalla y deja paso a lo que se escondía detrás de tanto jolgorio visual y narrativo, lo que el artista ha llegado a descubrir tras los velos del realismo colorista: paisajes desolados donde reina la nada, el silencio, la ruina, la muerte. Es una implosión de la primera etapa que, al ser pinchada por la conciencia observadora como si de un globo de colores se tratara, muestra su esencia temática, su cero mudo ontológico. Crisis existencial de la mirada y del artista, común al arte del siglo XX, incapaz de resistir este reinado visual de la imagen omnipresente y a todo color.

El desierto cercano, de Ignacio Fortún. 1993. Óleo / tabla 97 x 146 cm.

Y es aquí donde empieza la verdadera lucha del artista, cómo salir de este cero sin futuro ni presente, fruto de la clarividencia observadora. Un callejón sin salida del que han nacido los nuevos parámetros perceptivos del arte de hoy en día, que focaliza su atención no tanto en lo que se percibe sino en el mismo hecho de la percepción, es decir, en la relación que existe entre la obra y el autor. Algo que los titiriteros conocemos muy bien, al ser ésta la evolución seguida por nuestro arte cuando en los setenta cayó la cuarta pared del teatro, que en nuestro caso fue la caída del retablo, quedando el foco puesto no ya en el muñeco sino en la relación de éste con el titiritero y con el espectador. Es decir, se pone el foco en lo que se hace, en la auto-observación del oficio. De ahí el explosivo abanico de nuevas formas y técnicas que toma el teatro de figuras en la actualidad.

Cafetería Diamante, 2003, de Ignacio Fortún. Técnica mixta sobre zinc, 90 x 140.

Regresando a Fortún y a su “Mirada y Relato”, podríamos atrevernos a pensar que un proceso semejante es el que condujo al artista a centrarse en las mismas texturas de los paisajes llenos de nada de su tercera etapa, o incluso en el mismo quehacer de su trabajo con el zinc en la labor del grabado, como él mismo explica en una entrevista, cuando cuenta su descubrimiento del uso del metal y los efectos del ácido. Dice: “…tuve la sensación de que me hablaba. Me interesó mucho este reflejo, a menudo incierto, de la luz en el metal” (Heraldo de Aragón, 7-10-2017, pág.56).

Retorno, 2004, de Ignacio Fortún. Técnica mixta sobre zinc, 90 x 90.

Se inicia así una etapa que podríamos denominar de “autoconciencia”, en la que lo que manda es el material, el ácido, la experimentación con el metal y la luz, una perspectiva que permite incorporar la mirada exterior, la suya y la del espectador, teatralizando “titiriteramente” (o quizás “objetualmente”) el cuadro, de modo que incluso exige una iluminación especial, como ocurre en La Lonja, donde en la sección “El viaje, el tránsito y los sueños”, ya hacia el final del recorrido, se nos introduce en una atmósfera de penumbra y filtros de colores que nos permite descubrir diferentes texturas y luces según los ángulos y la distancia del punto de observación, en obras impactantes como “Vestuario”, “Última luz en la calle Alta” o “Gran Comedor”.

El lujo de esta exposición en la Lonja de Zaragoza es poder llegar a percibir una vida dedicada al arte, una aventura de la representación artística de la mano de uno de los artistas más interesantes del lugar, lo que nos permite gozar de la evolución de su obra entera.

“Mirada y Relato”: podría referirse al sentido de cada una de las obras, cómo se configuran en ellas la mirada y el relato que surgen de cada cuadro. Pero también nos indica otra cosa: cómo la mirada distanciada del artista evoluciona y crea el relato entero de su obra. El relato de una aventura cuyos capítulos son cada una de sus etapas y cada una de sus diferentes obras.

El Pelegrín de Pablo Girón

Es ya un clásico de las Fiestas del Pilar que las familias acudan a la Plaza de los Sitios para asistir a las representaciones que los del Teatro Arbolé ofrecen a la ciudad, protagonizadas siempre por el héroe polichinesco Pelegrín. Ya el año pasado pudimos gozarlas asistiendo a una de las sesiones a cargo del maestro Iñaki Juárez (ver aquí). Quiso el azar que en esta ocasión la obra fuera servida por otro de los maestros titiriteros de la casa, Pablo Girón, siendo el tercero, al que no pillé este año, Javier Aranda, también versado en el guante pelegrinesco.

Pablo Girón con Pelegrín.

Es bonito ver el ambiente que existe en esta plaza, llena de puestos de venta de artesanía y de productos rurales de la gastronomía (exquisitas mieles, quesos aldeanos, salchichones tremebundos, dulces peligrosísimos…), así como alguna atracción para los niños. Pero sin duda, y especialmente para nosotros, lo más importante es el teatrillo que se halla montado en una esquina de la plaza, con un espacio para un centenar o más de espectadores rodeado por una valla cubierta de tela donde las familias acuden para ver a Pelegrín.

Tras la larga cola, se deja pasar a los espectadores, familias enteras que se acercan al centro para gozar del extraordinario ambiente de fiesta que se vive en la ciudad. Una vez ocupados todos los tablones de madera (importante que sean bancos y no sillas, como sabemos todos los titiriteros que hemos tenido teatro, pues en ellos los pequeños pueden apretarse, “culito contra culito”, ampliando o reduciendo los aforos como si de un acordeón se tratara). Suena una música alegre de corte infantil, de las que excitan a los pequeños espectadores a modo de preparación del espectáculo. Y finalmente, suena la campana.

El retablo de Pelegrín.

Surge el titiritero, Pablo Girón, rubio y con aspecto de marinero o pirata vikingo descolgado de uno de sus viajes al sur, y suelta cuatro palabras de presentación. El retablo es como una caseta con puerta lateral que de noche se cierra con llave. Entra en él, y se abre el telón.

Empieza la función. Nos complace Girón con una de las historias más tremendas del repertorio, pues no hay que olvidarse que estamos frente a una obra de cachiporra, este género hoy puesto en la diana de los moralistas. Por lo general, los titiriteros endulzan los argumentos para no ofender las percepciones hipersensibles de los papis y mamis de hoy en día. Girón, sin embargo, quizás a modo de homenaje a las Fiestas y a la Virgen del Pilar, decide servir el producto sin demasiadas concesiones a la galería. Y el resultado es tan excelente, que incluso los más mojigatos de los espectadores se dejan llevar por la risa, la ilusión, las palmas, el griterío cuando sale el Diablo, los avisos al héroe sobre el malvado que se acerca por detrás de Pelegrín, la celebración de los cachiporrazos de éste, los dichos populares de la calle del presentador algo barriobajero que uno no diría en presencia de una maestra… ¿Para qué seguir? Como un reloj se suceden los gags, las rutinas clásicas, los giros de palabras, las gracias de uno y del otro, los estacazos y las risas de niños y mayores.

Pelegrín en acción.

Es un placer descubrir como en su ambiente apropiado, la cachiporra cumple con sus eternos objetivos catárticos de despertar en el público, niños y adultos, los arquetipos ácratas de la especie. ¿Y qué mejor ambiente que el de las Fiestas del Pilar, donde lo correcto y lo incorrecto se funden en el abrazo popular, donde la catarsis arcaica de los toros y de las vaquillas a las siete de la mañana se combina con las procesiones paganas a la Virgen del Pilar y sus ofrendas de flores y frutos? Los bailes y los pasacalles de gigantones y cabezudos, las peñas de los jóvenes con sus bandas que desfilan a ritmos diabólicos, los desfiles de la Hispanidad con las delegaciones procedentes de toda España y Iberoamérica, tocando y bailando músicas exóticas y lentas llegadas de los Andes, de las selvas colombianas, de los bosques de Cantabria o de las huertas valencianas, las funciones para niños en el Parque de las Marionetas y en otros tantos lugares de la ciudad, los cabarets de la noche para el consumo de los aldeanos que vienen a por sus dosis anuales de solaz sicalíptico, los restaurantes con sus ofertas pantagruélicas, todo conspira para que la Fiesta se celebre en mayúscula y sin los corsés de la cultura ni de lo políticamente correcto.

Y en medio de este cafarnaúm indefinible y exquisito, triunfa Pelegrín día tras días de la mano de los maestros titiriteros que lo sirven con la audacia, el oficio y la picardía libertaria que requiere el personaje. ¡Larga vida a Pelegrín!