Leo la descripción de Venecia que hace el filósofo Alberto Ruiz de Samaniego y yo pienso que podría estar hablando del arte del teatro, más aún del teatro de títeres. Me parece adecuado aplicar al teatro, al teatro de títeres, esa metáfora de Venecia, la ciudad con “vocación de Atlántida”, la arquitectura con afán de buzo, donde la belleza está eternamente al filo del hundimiento, de la desaparición. Y, sin embargo, resiste, sobrevive a los siglos y a los oceánicos envites de los tiempos sin memoria. Porque Venecia es un milagro del equilibrio, un laberinto irreal, un retablo infinito. Su belleza reside en construirse sobre un anhelo de belleza suspendida, a la par eterna y frágil.

Ninguna ciudad tan teatral como Venecia, con sus recovecos y trampantojos, con esa obcecación en ser lenguaje jeroglífico de callejas, puentes y niveles. Pienso en esa Venecia donde, según escribió Goethe en su diario de 1786, “lanza el hombre su voz potente hacia una vaga lejanía, ya que se siente aislado y anhela que otra voz se haga eco de la suya, y pueda, de ese modo, aliviar su desolación”; y esta frase, de algún modo, es equiparable al artista contemporáneo. Desolación al ver que Venecia, convertida en decorado inhabitable para hordas de inconmovibles turistas, para el paseo ocioso y liviano, para la experiencia superficial del instagramer, se asemeja más que nunca al régimen de comercialización simplista, tan reductora de propósitos o desafíos, tan complaciente y autocomplaciente, que inunda gran parte de la programación de hoy día.

Hasta el teatro de títeres, que tiene a sus espaldas tamaña tradición de subversión y compromiso, ha ido cayendo en la pereza general de la cultura, que convierte el arte en ocio y el ocio se rebaja a lo inmediato, lo digerible y lo estandarizado. No es, de todos modos, un sentimiento nuevo y artistas de todos los tiempos han expresado su desolación, como en la frase de Goethe, y han lanzado su arte con la esperanza de encontrar un íntimo eco en la vaga lejanía, ignota, del sentir de alguien. Reivindiquemos siempre la potencia transformadora inherente al teatro. Nunca sabremos a ciencia cierta hasta qué lugares es capaz de llegar nuestro decir, en cuántos espectadores resonará de algún modo particular el eco de nuestras historias, ni qué harán con ese eco suyo.

Todo esto, el eco transformador del arte y de la belleza, es en realidad el tema fundamental de nuestra nueva obra “Balzac y la joven costurera china”, de la compañía Saltatium Teatro (ver aquí), inspirada en la novela autobiográfica de Dai Sijie. La historia nos presenta un homenaje a todas las artes. En ella van apareciendo la música, el cine, la dramatización oral y, desde luego, la literatura. Con nuestra adaptación, intrínsecamente sumamos el teatro, el teatro de títeres. Gracias a estas artes, a la cultura en general y universal, unas víctimas del plan de “reeducación” maoísta (que no fue sino un abominable plan de intervención intelectual), los protagonistas, tienen acceso a otros modelos de vida y de sentimientos. Son capaces de madurar en lo personal y, desde luego, rebelarse contra el pensamiento unívoco que promueve una sociedad inculta, en concreto, contra las censuras del totalitarismo de Mao Zedong. Ese poder emancipatorio de la cultura lo vemos especialmente en la costurera del título. Las novelas francesas, como las de Balzac, quién se lo iba a decir a éste, tendrán, a más de un siglo de diferencia, un eco inesperado en una joven de una aldea escondida en las montañas más altas de la China maoísta. Una joven cuya perspectiva de vida se circunscribía a recorrer unos pocos pueblos desconectados del mundo, continuando la humilde profesión heredada de su padre, descubre la amplitud de horizontes, de mundos, de posibilidades. La educación le permite emanciparse, la cultura le enseña a soñar otros caminos, enjuiciar lo establecido, en definitiva, le hace libre.

Por otra parte, la propia historia supone otro ejemplo de eco inesperado. La historia, como dijimos, sucedió en realidad. Dai Sijie fue uno de esos jóvenes que sufrió el destierro a las montañas. Pero allí, a pesar del riesgo a represalias severas, encuentra la manera de conseguir los libros prohibidos (es decir, extranjeros) que le empujarán, con el paso del tiempo, a la literatura, a escribir una novela con su historia. Más tarde logró mudarse a Francia, el país soñado a través de Balzac. Allí publica su novela, que se convierte en un extraordinario bestseller en toda Europa. También dirige su adaptación al cine. Y esa historia hace eco en mí, en un país llamado España, y ya en el siglo veintiuno. Quién se lo iba a decir, hace cincuenta años, a ese ignorante niño llamado Dai Sijie, cuya vida se reducía a transportar abono por los más pedregosos caminos de la China más recóndita.

Balzac y la joven costurera china está destinada a un público con edades muy dispares. Su argumento está muy condensado pero posee complejidad. La historia de unos niños como ellos que son arrancados de sus familias y su entorno, y empujados a los trabajos más duros. En realidad, a pesar de su corta duración y su tono amable, cohabitan aquí diferentes niveles de lectura, pues todavía hay que recordar a los adultos de hoy día la importancia de algunas cosas intangibles como la educación o el arte, y el peligro de las censuras ideológicas y el pensamiento dirigido. Pero las reflexiones ha de sacarlas cada espectador.

En Saltatium Teatro siempre hemos buscado un público dispuesto a dejarse pensar, a hacer su parte de la obra. No estamos interesados en aquellos envases para su rápido consumo, “obras digestivas” las llamaba Copeau, sino las que deshabitúan al público, las que le piden un extra de complejidad. Toda buena historia, como toda vida, es sólo aparentemente sencilla. Así que, como todos, buscamos nuestro público particular, y buscar un público es al mismo tiempo, pienso, crearlo. Destacaré que contamos una historia real y en gran medida política para un público infantil, lo que no es muy común. El verbo poético tiene aquí mucha importancia, lo que tampoco es común en el teatro popular, como no lo es el uso de niveles semánticos y semióticos superpuestos. Etc. Así, este montaje es de algún modo fundacional, recoge nuestro espíritu e intenciones, y funciona también como carta de presentación, pues llegamos desde el teatro de actores, a la comunidad de los titiriteros. Los títeres populares, no hace falta recordarlo, llevan la incomodidad y la subversión en su misma genética de madera y paño. Por eso el logo de Saltatium representa un desfile de títeres de sombra.

Hemos querido comenzar desde el principio y rendir pleitesía al títere popular, de retablo o teatrillo, que es el títere tradicional por antonomasia. Construimos nuestro teatrillo y también nos fijamos en esa técnica tan antigua y popular de los títeres de carril, que salvo un par de excepciones folclóricas está hoy en desuso, y fundimos ambas tecnologías para idear la estética particular de la obra. Los paneles que dividen las estancias de una casa tradicional china, que es la forma que tiene nuestro teatrillo, también se soportan sobre raíles, así que las utilizamos (aunque redujimos el carril a la longitud de la ventana del teatrillo, y otras actualizaciones sobre las que no me voy a extender). Del mismo modo nos inspiramos en ese tipo de títeres de varilla inferior para los protagonistas, y de guante para los secundarios. Más aún, pensamos que una característica del teatro popular es apostar por la vitalidad en detrimento de la preocupación estética, del acabado preciosista y la manipulación perfecta, lo que supone una actitud, en el fondo, ideológica. Así que nuestros muñecos son muy básicos, groseros, humildes. En vez de la obra bien hecha, complaciente, los títeres populares abogan, en expresión de Gómez de la Serna, por la obra “bien deshecha”. Estos títeres son como Venecia: siempre abiertos, a punto de deshacerse, de ser agua. Su belleza profunda es intransitable para las miradas consumistas de los turistas. Pero otros, no sé si pocos o muchos, saben ver, como digo, que Venecia nos enseña, más allá de su belleza evidente, cómo pervive una metáfora, una arquitectura de ecos, la cultura entera, una ciudad hecha de puentes por los que pasea, desde hace tiempo, una vieja costurera china.