Ha sido una bonita oportunidad la que nos ha brindado el RAI, ese centro de agitación intercultural que se encuentra en la calle Carders de Barcelona y que suele presentar una variada programación de contenidos siempre alternativos y sorprendentes, de permitirnos ver el famoso espectáculo de Títeres desde Abajo que recibió el varapalo de la justicia tras su actuación en el Carnaval de Madrid: ‘La Bruja y Don Cristóbal’. Hoy, limpios de causa y con el debido reconocimiento de la falta de delito que hubo en aquella actuación, siguen presentando la obra cuando se la requieren en los lugares que le son más apropiados: centros culturales alternativos, bares y clubes nocturnos, en algunos festivales, etc.


Y es que nos encontramos ante un espectáculo de los que buscan situarse en los confines de la corrección burguesa, en la línea valle-inclanesca del desgarro y del Esperpento, donde los rasgos tradicionales son llevados a su paroxismo y, de algún modo, a sus esencias más arquetípicas y brutales. Raúl García y Alfonso Lázaro, los dos titiriteros que se han lanzado a esta aventura en la que el azar les ha deparado no pocas sorpresas, son dos almas cándidas y buenas -como lo suelen ser todos los titiriteros- que se han tomado muy en serio su oficio con los títeres. Pues sólo desde la inocencia de la bondad los artistas son capaces de lanzarse al vacío de la creación sin red alguna.

Y eso es lo que hacen en esta obra, en la que se busca cumplir con los cánones más estrictos de la tradición titiritera de raíz polichinesca -cachiporra, despacho de las situaciones a estacazo limpio, juegos de persecución, el rico propietario, el baby, el policía, la monja, el juez y finalmente, la Muerte-. Con una sorpresa: la heroína es mujer y bruja, ese otro personaje maldito de la tradición titiritera, especialmente en los años de la postguerra española. El Don Cristóbal que se anuncia en el título hay que buscarlo en todos los personajes que se oponen a la Bruja, menos la Muerte, que tiene autonomía propia.

Se recoge la tradición española del Don Cristóbal como personaje abusador y despótico, y se le quita su rol de protagonista único, al disolverse en esta pluralidad de personajes que van saliendo esquilmados por la Bruja. En realidad, el verdadero Don Cristóbal en su acepción positiva, de personaje maldito pero rebelde que se sale siempre con la suya -una de las facetas más conocidas del personaje-, lo encarna la Bruja, ducha en la cachiporra y madre del Baby, como ocurre con los Pulcinellas de Nápoles, que aún siendo masculinos, dan a luz a sus hijitos polichinelas. El resultado es una obra en la que, salvo la Muerte, todos los personajes son Don Cristóbal, en unos casos bajo su acepción más negativa de personaje malvado, y en el otro caso en su acepción más positiva y rebelde de heroína que reparte justicia -la propia- con el bastón y se sale con la suya sea como sea.

Se consigue así una obra de ‘alta densidad polichinesca’, al ser prácticamente todos sus personajes polichinelas en sus múltiples variantes, lo que obliga a crear una dramaturgia de acentuado desgarro estético, inspirada en la distorsión más rabiosa del esperpento, pero en la que se perfila con suma claridad el hilo del juego polichinesco de los títeres, que los niños saben captar a la primera y que a los adultos les cuesta un poco más, dispuestos como estamos siempre a buscar tres pies al gato. De ahí que esta obra podría considerarse apta para todos los públicos, especialmente para los más pequeños, pero con la condición de que vayan sin sus papis, pues el juego inocente de la cachiporra que los pequeños entienden a la perfección -puro juego de aquí te agarro y aquí te pillo-, para los adultos, que confundimos con tanta facilidad el bastonazo con nuestros demonios reales del día a día, se convierte en una exaltación de lo que intentamos no ser ni hacer ni ver y que hay que reprimir, para el buen funcionamiento de la sociedad. De todas formas, y viendo como está el patio en estos días de confusión y de exaltaciones patrias variopintas, recomiendo a los titiriteros que limiten su espectáculo a públicos jóvenes y nocturnos, en ambientes de permisividad reconocida y con una predilección por la acracia, para evitarse los autogoles y sus daños colaterales. Evitar los ambientes de los muy convencidos en sus causas, sean del signo que sean -al puritanismo le importan un bledo las ideas-, es pues asaz conveniente.

El habla utilizado en la obra es el Esperanto con latigazos latinistas, salvo la monja, que habla directamente en latín. El resultado es que nadie entiende lo que dicen aunque se intuye, no sólo porque el Esperanto no deja de ser un idioma que más o menos nos suena, sino porque las situaciones son claras y aunque hablaran en chino se entendería. Quizás algunos matices se escapan, aunque la obra no parece ocuparse de ellos sino de otro tipo de matiz, los referidos a la estética. Por ejemplo, resulta muy afortunada la ventana que permite ver a quién se acerca a la casa de la Bruja, con un plástico en vez de cristal que gracias a la luz muy bien dispuesta distorsiona la imagen y le da esos visos de irrealidad cóncava, a la manera de los del Callejón del Gato. Igualmente, la escena final con la Muerte está visualmente muy bien resuelta, a modo de epílogo poético que dimensiona la naturaleza humana del personaje.

Raúl y Alfonso han logrado un buen dominio de las técnicas de manipulación del género, con algunas rutinas muy trabajadas con la estaca, y consiguen que el sello de la calidad titiritera no quede del todo arrollado por la irracionalidad del esperpento, que en algunos momentos se dispara hacia los infiernos de la crueldad grotesca. Podríamos decir que ‘La Bruja y Don Cristóbal’ es un meritorio y muy trabajado ejercicio de estilo titiritero que ha querido indagar en las raíces del género, buceando por el lado oscuro de las correcciones al uso. Lástima que el precio que han tenido que pagar estos esforzados titiriteros haya sido unos días de cárcel y un sainete nacional de los que marcan época. Como decíamos al principio, son malos tiempos los que corren, con un humor de perros en la calle que distorsiona gravemente la realidad. Un período que incita al esperpento: el que se da en la vida real, y el que pide permiso para poner sus espejos cóncavos en la mirada del artista.