Pepe Otal, el ínclito titiritero de la Mancha fugado en 2007 del suelo terráqueo, debe de estar sin duda muy contento cuando, desde sus atalayas telescópicas, observe las vicisitudes de lo que ocurre en lo que fue su casa y taller en Barcelona, situado en el número 30 de la calle Guardia, en el corazón del Barrio Chino. Una actividad encomiable, con profusión de espectáculos y nutrida asistencia en todos sus actos, más el acierto de programar a artistas procedentes de lejanos y próximos países, aprovechando su paso por la ciudad.

‘Lucía del Espejo’, de María Laura Vélez Valcárcel.

He aquí una obra que llega de Perú y que es de las que requieren agallas y mucho coraje para atreverse con ella. Basada en la novela ‘Puesta en escena’ de Enrique Planas Ravenna, la peruana María Laura Vélez Valcárcel se pone en la piel -de ahí el título: ‘Lucía del Espejo… testimonios de una piel’- de una mujer víctima del maltrato y de sus propios complejos y ensimismamientos enfermizos, de modo que su bulimia la lleva a un estado casi esquelético.

Lucía del Espejo
Fotografía de Jesús Atienza.

Se trata de una obra que se inscribe en el proyecto ‘Resiliences’ que ‘busca generar un espacio de conciencia, reflexión y salida, en torno a la violencia de género en sus diferentes manifestaciones’. Con dirección de Luisa Pérez Wolter, de Costa Rica, lugar donde se montó el espectáculo, no deja de ser un proyecto ideado, trabajado y codirigido por la propia María Laura Vélez, autora asimismo de los textos que se ponen en boca de la actriz. Los títeres y la dirección de animación son a cargo de Martín Molina (Perú).

Lucía del Espejo
Fotografía de Jesús Atienza.

‘Lucía del espejo’ es una obra desgarrada e intimista en la que la actriz titiritera abre el corazón y las entrañas del personaje encarnado por ella misma como actriz, y por tres títeres que la representan en tres estados diferentes. Se trata de un teatro crudo que busca mostrar las realidades ocultas e inconfesables, los momentos límite del personaje, diseccionando su relación con quién la maltrata, el director del cuerpo de baile donde trabaja, que se regodea en torturar a sus bailarinas, así como con su amiga con la que mantiene una tensa relación amorosa. Pero sobretodo, diseccionando la relación consigo misma, pues todos los diálogos no dejan de ser diálogos interiores del personaje, que a través de la palabra intenta encontrar un sentido a sus vivencias. De ahí la importancia del espejo.

Lo más atractivo del montaje es la superposición de registros que se muestran y que configuran la complejidad humana del drama vital de Lucía, abordado desde muy distintos puntos de vista. De entrada, la visión de la actriz que al encarnar el personaje vive un fenómeno de posesión o trance, como si se le abrieran oscuridades propias que surgen en paralelo a las de Lucía. Especialmente atractivo es su trabajo de bailarina ‘a ras de suelo’, a través de una gestualidad que combina la manipulación de los títeres con una expresividad sutil y efectiva del cuerpo, como si el tema tratado por la obra obligara a la persona empeñada en abordarla a bajar a la más dura realidad de estar todo el tiempo sentada o de rodillas, con muy pocas ocasiones para volar y escapar hacia ‘lo sublime’ que permite la danza. La condena titiritera de estar pegada al personaje ‘en los bajos fondos del escenario’, como una mujer de la limpieza encargada de limpiarle el alma, es el peaje que debe pagar quién se atreve a entrar en esos mundos de la psicología oculta -y tan dramática y recurrente- de las mujeres.

Lucía del Espejo
Fotografía de Jesús Atienza.

Los títeres, expresivos y bien acoplados al aliento expresionista de la obra, constituyen los demás registros, aunque cada marioneta impone el suyo: el cuerpo esquelético de Lucía asomada siempre a su espejo -el juego constante de desdoblamientos que ofrece el montaje tiene al espejo como punto de partida y de llegada-, o el de la bailarina a la que se permite elevarse con su largo vestido rojo, o el de la Lucía gorda que los autores del montaje convierten en una buda femenina de rellenas formas, reivindicando la gordura como estado tan posible como santo.

Lucía del Espejo
Fotografía de Jesús Atienza.

El tercer registro es la voz en off que aparece de vez en cuando y que al parecer constituyen testimonios reales tomados a mujeres que han sufrido maltrato y violencia. Un registro alejado y documentalista, que sirve de perfecto contrapunto para situar el contexto de la obra y marcar una distancia a modo de respiro, tanto para la actriz como para el público. Un respiro que sin embargo nos dice que las historias contadas se nutren de la realidad.

Lucía del Espejo
Fotografía de Jesús Atienza.

Un trabajo, el realizado por María Laura Vélez, realmente encomiable y extraordinario, y muy arriesgado, pues sabido es que este tipo de obras en las que se enseñan realidades que normalmente permanecen ocultas, suele provocar dos reacciones: o el espectador lo adora, a través de una empatía profunda con el personaje y la actriz, o por el contrario, lo rechaza con la misma visceralidad con la que la obra trabaja.

Lucía del Espejo
Fotografía de Jesús Atienza.

En la noche titiritera del Taller de Marionetas de Pepe Otal, el público pareció inclinarse más por la primera reacción que por la segunda, dados los sentidos aplausos que recibió María Laura Vélez. Un trabajo que se suma al de otras titiriteras que han trabajado como solistas en este tipo de registros, como lo hizo en su día Mariona Masgrau con sus varios personajes femeninos (Mangalena, Constantina, Sofía…).  O cómo lo hace la peruana Inés Passic, cuando la vi en su último espectáculo, desde la distancia y cercanía de su propio cuerpo tomado como fuente de expresión. Un trabajo para titiriteras valientes que se enfrentan a sus verdades.

‘El Cazador’, el Dom Roberto de João Costa.

De Portugal llegó este espléndido montaje de Dom Roberto -el títere tradicional del país lusitano- que nos propone una historia nueva a incorporar al repertorio de obras del Dom Roberto. Tras iniciarse en el oficio con los temas clásicos de la Tourada y del Barbeiro de la mano del titiritero José Gil, João Costa sintió la necesidad de experimentar con  nuevos personajes y encontrar otros argumentos. ¿Por qué no hacerlo cazador? Con esta intención, armó un argumento muy sencillo -cómo debe ser en el Dom Roberto- y se trasladó a Barcelona para trabajar conmigo durante una semana.

Joao Costa, Dom Roberto
João Costa con los forcados.

Si este artículo fuera una crítica, debería callarme, en aras de la necesaria objetividad, pero como no lo es y lo considero más bien como un esfuerzo de análisis y de reflexión de lo visto, me permito proseguir con mis comentarios, sobretodo porque el espectáculo me gustó mucho y creo que vale la pena hablar del mismo y diseccionar, si es posible, sus gracias, aciertos y contenidos.

Lo que más me gustó de la representación es su ‘tempo’, con un ritmo de manipulación tenso pero pausado, propio del titiritero aplomado que trabaja con sus pies bien arraigados al suelo. Parece fácil hacerlo, pero los que hemos trabajado en el género del guante popular sabemos que el diablo puede llegar a poseerte y a soltar toda su energía, como si tuviera prisa en manifestarse para engatusar al público. Y aunque es cierto que el género cachiporrero exige fuerza, acción y decisión, con el añadido del arcaísmo salvaje al que te arrastran las vibraciones de la lengüeta, el oficio y la maestría exigen una contención que, sin bajar el volumen de la energía, den tiempo al tiempo, el suficiente y necesario para que los espectadores no pierdan el hilo, no se agoten y se aclimaten al despropósito siempre alocado de los títeres, dejando que la obra respire como es propio que lo haga todo ser vivo: con desahogo y vital profundidad.

Joao Costa, Dom Roberto
Robertos de João Costa. Foto T.R.

Un tiempo que en ningún momento debe despistarse y ‘perder el tiempo’, pues una ley básica de este tipo de títeres es que uno no debe irse por las ramas sino ir al grano todo lo que se pueda. Y así lo hace João Costa, entrando directamente en materia nada más salir el personaje, Dom Roberto. Sale y dice ‘Estoy triste porque me quiero casar y no tengo con quién’. Al acto sale Rute, situando de inmediato la acción. No hay nada superfluo ni en el argumento ni en los diálogos ni en las rutinas de manipulación. Las pausas son simples puntos y comas de la acción, que sigue una estructura de trazos limpios y claros. Las repeticiones, que sirven para marcar y fijar gestualidades, nunca se hacen redundantes. Y las rutinas de manipulación se funden siempre con un gag que les da apoyo para atrapar la complicidad del público.

Joao Costa, Dom Roberto
Robertos de João Costa. Foto T.R.

El argumento, a su vez, busca la simplicidad más absoluta. Estos melodramas titiriteros constituyen la quintaesencia del melodrama de los actores, como si el titiritero fuera una aspiradora que succiona los contenidos más complejos del teatro universal para, una vez tratados por los peculiares aceleradores de partículas que se esconden en el interior de los retablos, sacarlos con sus rasgos reducidos a lo esencial. No hay ni decorados, sólo algunos elementos de atrezzo intervienen incorporados a la acción, al ser los detonadores principales de la misma.

João Costa practica todos estos principios pero lo hace desde la humidad más absoluta, casi pidiendo permiso y perdón al público, por atreverse a desarrollar el teatro más viejo del mundo, que a su vez se postula, por sus rasgos de síntesis y abstracción, como el más nuevo.

Joao Costa con Iker Vicente
Iker Vicente y João Costa después de la función. Foto T.R.

Esta suma de humildad, maestría del oficio, noble tiempo pausado, más la valentía del gesto primigenio de los títeres, hacen que ‘El Cazador’ fuera recibido por el público del Taller de Pepe Otal con un entusiasmo desatado. Y es que cuando se presenta esta combinación de factores, la empatía entre espectadores, títeres y titiriteros convierte el espectáculo en un globo con alas en el que todos se suben, para volar por los aires sublimes de la gracia que sólo otorga Talía cuando la musa del teatro se hace sabia, gamberra y titiritera.

Encuentros y confraternización.

La Casa-Taller de Marionetas de Pepe Otal, en sus noches titiriteras, no sólo sirve para ver espectáculos sino también para que los artistas se conozcan y confraternicen junto a una copa de vino.

Taller de Marionetas de Pepe Otal
Pierre-Alain Rolle, Hélène Ducharme, María Laura Vélez y Martín Molina. Foto T.R.

Eso es lo que ocurrió la otra noche, al coincidir varios de los asistentes que participaron en el curso de Iker Vicente. Un ambiente relajado que los encargados de mantener el Taller de Marionetas luchan para que se mantenga, ofreciendo tras las funciones una cena copiosa y siempre muy sabrosa.